Silvia, la más condecorada de Malvinas

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Una vez más, Silvia se emocionó hasta las lágrimas. Tanto en el acto de Ushuaia como en esa vigilia estremecedora que hicieron en Rio Grande. En ese lugar del fin del mundo, la tierra hostil, el viento y el cielo esperanzado, son muy similares a los de Malvinas. Y la presencia de los veteranos de guerra, sus hijos y sus nietos los tuvo a todos y a Silvia Barrera con el corazón latiendo a mil por hora.

Son deudas eternas que tenemos con los ex combatientes y que nunca terminaremos de pagar. Ayer fue el día del veterano y la veterana de esa guerra y en este caso mi plegaria laica está dedicada a las heroínas de aquellos combates que nos dejaron un agujero negro de luto en el alma.

Nunca me canso de contar esta historia. Hace 41 años, cuando comenzó la guerra de Malvinas, Silvia Barrera tenía 21 años, era enfermera instrumentadora quirúrgica y estaba de novia con un capitán médico. Se ofreció como voluntaria para ir al frente a curar a los valientes soldados argentinos. Hoy es la mujer más condecorada del Ejército. Y como siguió estudiando, actualmente es la jefa de ceremonial del Hospital Militar Central.
En el medio hay una crónica conmovedora que merece conocerse.

El 7 de junio, le avisaron que se preparara. A las 4 de la mañana abordó el buque Almirante Irizar y casi en la clandestinidad, cargada de ansiedades, nervios y esperanzas partieron rumbo a las hermanitas perdidas. Su novio también se había anotado pero no fue elegido. Intentó impedir que Silvia viajara pero ella, le dio un beso de despedida. Eligió el amor a la patria. Lo primero que hizo fue cortarse el pelo que tenía hasta la cintura. En esos tiempos dictatoriales las mujeres no tenían permitido ser parte de las Fuerzas Armadas. Por lo tanto tuvieron que hacer malabares para convivir con esa ropa de talles grandes, con esas camperas inmensas preparados para hombres y no para mujeres con coraje. La tripulación del buque no lo podía creer cuando llegaron las chicas de borceguíes rústicos y bellos ojos. Los muchachos se aferraron a la superchería. Estaban convencidos que las mujeres traían mala suerte y actuaron con crueldad y en consecuencia. Hasta hicieron un simulacro de hundimiento para asustarlas y no pararon de discriminarlas.

Pero todos se unieron en la bronca cuando la inspección de Naciones Unidas controló que el barco hospital no tuviera armas ni alimentos para los combatientes. “Nos gustaría saber si son tan rigurosos con los ingleses”, decían masticando insultos. Silvia casi no pudo dormir en diez días. Lo único que podía comer sin vomitar era pan con puré de papas. Y encima sufría claustrofobia entre tanto ambiente, cerrado herméticamente. Fue una tortura pero se la banco como un soldado más. Había que tener ovarios para operar a los heridos en medio de las olas gigantes que golpeaban al barco y que los obligaban a atarse con vendas a la camilla a los médicos, los pacientes y las enfermeras. En esas condiciones tremendas trataron a 750 de los 1.069 heridos argentinos. Hicieron más de 30 cirugías pero además tuvieron que hacer de psicólogas improvisadas, de camilleras, y sobre todo, de madres y hermanas.

Fueron tan solidarios que arriesgaron un helicóptero propio para donarles sangre y plasma al hospital flotante de los ingleses que se las pidieron en medio del océano. Silvia se encargó de terapia intensiva. De los casos más desgarradores, de los muchachos que venían hecho pedazos literalmente después de los bombardeos. Era peligrosísimo subir a los heridos con redes como si fueran pescados. Parecía una película de terror. Era una película de terror. Un paciente que Silvia Barrera ayudó a salvarle la vida le regaló un billete de una libra, firmado por el gobernador de las Falkand. Pero la tristeza que jamás van a olvidar entre tantas muertes fue cuando escucharon por el parlante del rompehielos que nos habíamos rendido. Fue una ceremonia de llanto colectivo. De lágrimas celestes y blancas unificadas en el horror. Ya nadie se atrevía a discriminar a Silvia ni a Susana Maza, María Martha Lemme, Norma Navarro, María Cecilia Ricchieri o a María Angeles Sendes. Eran las que iban al frente a la hora de recibir a los heridos y mutilados más graves. Había que bañarlos y cepillarles con viruta las lastimaduras porque estaban cubiertos de barro, de pólvora y de la turba de Malvinas que se les adhería a la piel. Silvia jamás olvidará esas imágenes. Los soldaditos argentinos vencidos, los cascos en el suelo, sus armas en manos del enemigo, los brazos caídos. Uno de los heridos más graves tuvo que ser operado dos veces porque se le abrió la herida. Era el sargento Manuel Villegas, ese valiente bonachón que fue salvado por nuestro amigo, el soldado Esteban Tries que lo arrastró por todo el campo de batalla pese a los balazos y los bombardeos. El sargento moribundo solo le pedía a Silvia que le avisara a su esposa. Ya pasaron 41años y Silvia sigue teniendo los mismos ojos bellos y el mismo pelo corto. Es una veterana de guerra igual que sus compañeras. Fueron las primeras en recibir medallas después de Juana Azurduy. Son las mujeres argentinas que perfumaron de coraje nuestras Islas Malvinas. Tras un manto de neblina no las hemos de olvidar. Ni a las heroínas de guerra ni a las islas, nuestras hermanitas perdidas.

Editorial de Alfredo Leuco en Radio Mitre