Andahazi: “Alberto y el ladrón inmóvil”

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Hay una escena recurrente en los westerns a la que podríamos llamar secuencia del ladrón inmóvil. El cuadro es el siguiente: un hombre montado sobre su caballo, con las manos atadas y una soga alrededor del cuello anudada en la rama de un árbol a la vera del camino.

El hombre está obligado a la quietud: si el caballo se moviera en cualquier dirección o si el hombre se dejara caer del animal, terminaría ahorcado, colgado del árbol.

El hombre no tiene, siquiera, forma de escaparse de la propia fatiga: debe mantener el cuerpo tenso, vertical; si cediera ante el cansancio o, peor, lo venciera el sueño, la soga le oprimiría la garganta y moriría.

No hay salida. Cualquier movimiento agravaría el cuadro. Es cuestión de tiempo. Su vida no sólo depende de él, sino del caballo. Por más fiel que fuera el animal, en algún momento necesitara comer o tomar agua.

O se asustaría por un trueno de la tormenta cercana o por un disparo lejano. En cualquier caso, un paso del caballo en el sentido que fuere resultará en la muerte inmediata del jinete inmóvil.

El hombre sólo puede esperar a que alguien pase por el camino cercano y se apiade de él. Pero esta posibilidad tampoco le aseguraría la supervivencia.

En general, quienes eran sometidos a este castigo solían ser ladrones o asesinos sorprendidos in fraganti, de modo que el eventual viajero tendría motivos para temer: si lo liberara podría convertirse en la víctima del presunto criminal. No parece una alternativa sensata.

En una situación parecida se encuentra el presidente Alberto Fernández. Víctima de sus propias contradicciones, de sus desaciertos y vacilaciones hoy no puede moverse en ningún sentido. Pero además, Alberto llegó al poder montado sobre las espaldas de Cristina Kirchner.

Los bríos que mostraba para avanzar no eran de él, sino de quien lo había encumbrado. Alberto es el jinete de un caballo desbocado, irracional, que lo único que quiere es la venganza, la destrucción de la justicia y la sumisión de un país bajo el peso de las herraduras implacables.

Alberto se reveló como un pésimo jinete que no supo, no quiso o no pudo conducir esa fuerza ciega y autodestructiva. Igual que el ladrón de los westerns, está sometido a la quietud. Esta paralización total se advierte en todas las instancias sobre las que el gobierno está obligado a tomar alguna decisión.

Empecemos por la gestión de la pandemia. Desde el minuto uno se inclinó por la inacción; la primera reacción fue la de decir “No hay ninguna posibilidad de que exista Coronavirus en Argentina”.

Siguiendo esta convicción de Ginés Gonzáles García, el gobierno no hizo nada. Se quedó quieto. Ni siquiera decidió la cuarentena de los pasajeros que llegaban en los vuelos provenientes de Italia, por entonces el principal foco del virus. Esa quietud original hizo que el Covid entrara en el país sin mayores obstáculos.

El presidente pasó entonces de la indolencia a la histeria: declaró una cuarentena temprana, total y absoluta. Las escenas de un país de calles desiertas y negocios cerrados transmitían una imagen apocalíptica de la cual se valió el gobierno para meter pánico a una población encerrada.

El aislamiento argentino no contó nunca con un plan de salida. Así, llegamos a una situación que nos colocó en el peor de los mundos: una economía destrozada no sirvió siquiera para contener el avance de la enfermedad.

Hoy la Argentina tiene las mayores tasas de contagio y muertes por millón de habitantes. Si el jinete avanza en las reaperturas, teme multiplicar aún más los contagios; si retrocede, condena al país a una mayor asfixia de la economía.

Esa misma política propia de la escena del ladrón inmóvil es la que rige también en las tomas de tierras que se producen a lo largo y a lo ancho del país. Frente al proceso de favelización meteórico de la Argentina, el gobierno asiste inmóvil a un conflicto gravísimo.

La justicia había resuelto moverse al poner fecha y hora al desalojo de las tierras de Guernica. Inmediatamente, el gobernador de la Provincia de Buenos Aires intercedió para someter a la inacción a la policía y a los fiscales. El desalojo quedó sin efecto.

Una vez más: si avanza, el presidente teme que las imágenes de las familias corridas por la policía lo aleje de su base electoral y si retrocede, que cunda el ejemplo y se multipliquen las tomas.

En la economía sucede lo mismo. La semana pasada fue noticia el feriado cambiario de facto que paralizó la compra de los 200 dólares a los particulares que buscan ahorrar ante la inflación y la devaluación constantes del peso.

Otra vez, el ladrón inmóvil: si terminara de cerrar por completo el cepo, desaparecería cualquier vestigio de confianza en el país y nadie invertiría un centavo; si lo abriera, se quedaría sin reservas.

Otro tanto sucede con la seguridad: las disputas internas entre abolicionistas como Sabina Frederic y manoduristas como Sergio Berni, acaban neutralizándose entre sí, haciendo que el delito se espiralice en un tornado que arrasa lo poco que queda en pie tras las pandemia y la cuarentena sin fin.

Si desde el horizonte apareciera un viajero, el jinete inmóvil debería convencerlo de que no tiene relación alguna con ladrones ni asesinos, que si lo liberara no le haría daño y, al contrario, estaría dispuesto a retribuirlo de alguna forma.

Pero la sinrazón del presidente llega al punto de que, lejos de intentar congraciarse, cuando el viajero se acerca, él lo insulta, le grita, se dirige a él con soberbia y lo amenaza con los peores castigos si no lo libera. Igual que el viajero, la opinión pública se aleja del ladrón inmóvil y lo abandona a su suerte.

Cada vez que el presidente insulta a quienes han hecho del mérito una virtud, cada vez que denigra a la clase media, cada vez que exalta a los delincuentes y les abre las puertas de las cárceles, cada vez que amenaza con la quita de partidas de coparticipación, el presidente se condena a sí mismo como aquel ladrón inmóvil de los westerns.