Andahazi: “El último leprosario argentino”

1422

Desde que se inició esta pandemia, en esta columna de historia intentamos comprender las enfermedades del pasado para sobrellevar el presente y vislumbrar un futuro.

Imaginemos el argumento de una novela: corre el año 1950. Beatriz es una mujer humilde que acaba de llegar del Chaco. Busca trabajo en Buenos Aires. Vive con su marido y su hijito en la casa de una prima hasta que consigan algo.

De pronto, advierte que las manchas en la piel que le brotaron hace algún tiempo empeoran, se ven ulceradas. Está cansada, sin fuerzas; se dice a sí misma que en esas condiciones le será muy difícil conseguir trabajo. Entonces decide ir al hospital para que le den algo que la ayude.

Entra en el consultorio de un médico clínico que le revisa muy atento los brazos y le pide que la espere un momento. Al rato, vuelve con un colega dermatólogo que la examina y le hace muchas preguntas.

–¿Le duele si la pellizco aquí?
–No.
–¿No siente nada?
–No.
–¿Siente hormigueos en las piernas?
–Sí.
–¿Está cansada?
–Muy cansada.

Los doctores salen del consultorio y vuelven a entrar. Le explican que tiene lepra, que la van a llevar a un lugar donde pasará “un tiempito hasta curarse”. Ella se angustia, dice que su esposo la espera. La situación se complica.

Un enfermero la quiere retener, ella se suelta con un movimiento brusco. La recepcionista llama a la policía y de pronto la meten en una ambulancia, custodiada por la fuerza pública.

Beatriz no entiende. Ve por la ventanilla cómo se aleja la ciudad, toman la ruta 24 y luego un camino de tierra. Llegan a un predio enorme en medio del campo. Hay casitas desperdigadas y en el centro un enorme hospital. Le asignan una cama en el pabellón de mujeres, sector enfermos.

Beatriz llegó con lo puesto. Un camillero corpulento, de pie junto a la puerta, le impide salir del pabellón. Poco a poco toma contacto con otras enfermas, a una de ellas le faltan los dedos, hay varias en silla de ruedas.

Está internada en el Hospital Nacional Baldomero Sommer, le dirán, y su tratamiento no llevará “un tiempito”, la engañaron. “No salimos más de acá”, le dice la anciana que descansa a unos metros, “nunca más”.

–¿Estoy presa? –pregunta Beatriz, mientra mira los alambrados y los candados que refuerzan la seguridad.

–¿Qué delito cometí?

–Tenemos lepra –le responde la anciana, resignada, entumecida de dolor.

Con mucho esfuerzo, logra que le permitan llamar a su esposo y le da la dirección para que la visiten, está desesperada por ver a su hijo.
Cuando llega el domingo se arregla lo mejor que puede para abrazar a su nene. Pero la llevan a una sala extraña, llamada parlatorio.

Su marido y su hijo están del otro lado del vidrio, no puede tocarlos, jamás volverá a sentir la piel suave de su hijito. Cierra los ojos y la palabra “condenada” le golpea la cabeza y el corazón.

Pasan los años y trasladan a Beatriz a un pabellón de “crónicos”. Recibe distintos tratamientos. No queda ciega, como muchas de sus compañeras. Le permiten salir a pasear por el predio.

La familia de Beatriz dejó de visitarla. La última vez, su esposo le dijo que le daba miedo que el nene se contagiara y no volvieron más. A los teléfonos donde llama responden “equivocado” y ella también se resignó: su vida, su presente y su futuro se llaman Sommer.

Hace tareas de limpieza, teje para sus compañeras postradas y en uno de esos paseos conoce a Miguel. Miguel llegó de Formosa para ser tratado en el Sommer, se enamoran, se cuidan, se devuelven mutuamente la sonrisa.

Los internos tiene prohibido entablar relaciones íntimas, pero Beatriz y Miguel se aman, se encuentran a escondidas entre las tareas diarias y un día ocurre lo que no debía pasar: Beatriz queda embarazada.

Pasa el embarazo aislada y cuando nace la beba, a la que llama Milagros, se la sacan. Mientras Beatriz llora y grita le dicen que la lepra es hereditaria, que infectará a su hija, que es por el bien de la chiquita.

Tres monjas vienen a buscar a la nena, la trasladan a su nuevo hogar, la Colonia Mi Esperanza en Isidro Casanova. Miguel ya no la hace sonreir, nada la hace sonreír. A los cuatro años le traen a la nena.

Se muere por besarla, pero no puede. Otra vez el parlatorio. Lo acepta, no le queda otra. El cuarto domingo de cada mes la visita Milagros. Las monjas traen a todos los chicos nacidos en el Sommer una vez por mes para que sus padres los vean sin tocarlos; apoyan las manos en los vidrios.

Milagros no tiene manchas, es lo único que hace soñar a Beatriz, quizás ella sí pueda ser libre y un día, cuando sea grande, la venga a buscar.

La historia de Beatriz se parece a la de miles de argentinos que vivieron en el Sommer cuando el hospital se parecía más a una cárcel que a un centro de salud.

Aquellos tiempos en los que la lepra era incurable y el protocolo de la Ley Aberastury exigía separar al enfermo de la sociedad y de su propia familia para evitar contagios.

Hoy, el Sommer es una colonia-hospital que cobija, asila y atiende a 270 personas que tuvieron lepra, se curaron pero ya no pueden reinsertarse en la sociedad.

Secuelas físicas o psíquicas, incapacidad de conseguir vivienda y trabajo, ceguera, mutilaciones. Pobreza. Menos de 10 enfermos activos hay en pleno tratamiento.

Y también hay adolescentes, niños y familias que viven en sencillas casitas porque se ha demostrado que la lepra no es hereditaria y que el 80% de la población tiene anticuerpos. La Colonia Mi Esperanza ya no existe y hoy los padres del Sommer crían a sus propios hijos.

El Sommer es un pueblito tranquilo donde 300 personas viven un tiempo distinto, aquietando la herida, a tan solo 80 km del Obelisco. En medio de esta cuarentena, pensemos que hay otros, muchos otros, que han vivido en cuarentena toda su vida.