Cátulo, poeta del tango y la porteñidad

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Vamos a desintoxicarnos un poco. Si le parece bien hoy quiero salir un poco de la política, de la corrupción, la impunidad y el autoritarismo de Cristina y su banda. Hoy quiero contarle una historia de uno de los pilares de nuestra cultura ciudadana. Porque mañana,  Cátulo Castillo cumpliría 116 años. Creo que vale la pena abrir una ventana a esas letras y tangos que tanto nos representan. Ahí va…

El agua más fría del cielo, bombardeó Buenos Aires aquella tarde de invierno del 6 de agosto de 1906, hacer exactamente 116 años.

A las cinco en punto, en pleno diluvio helado, nació un bebe en la calle Centro. El padre, arrancó al niño de los brazos de su madre y se lo llevó a la azotea. Lo alzó. Desnudito, ante esa lluvia bíblica y a la luz de los relámpagos, lo ofreció a esa agua bendita que caía del cielo negro y entre los truenos, gritó a todo pulmón: “Hijo mío: que las aguas de cielo te bendigan!!”.

Por supuesto que el bebé recién nacido se pescó una pulmonía de padre y señor nuestro. Pasó 4 meses de terror. De mal en peor, y cuando ya lo daban por muerto, se salvó sobre la hora.

También se salvó de casualidad de llamarse “Descanso dominical”. El padre, un anarquista pobre y poeta, siempre perseguido por la policía y los acreedores, quiso llamarlo así en homenaje a esa reciente conquista obrera, pero el registro civil no se lo aceptó. Entonces hubo una especie de asamblea de amigos, anarquistas pobres y poetas, siempre perseguidos por la policía y los acreedores y debatieron el asunto, con lista de oradores y todo. Bien horizontal y democrático. Y fueron ellos los que decidieron que se llamara Cátulo, Catulo Castillo.

Cayo Valerio Cátulo fue un poeta nacido en Verona en el año 87 antes de Cristo. Su padre era amigo de Julio César y se lo considera el iniciador de la elegía romana, como estilo literario.

Pero aquél Buenos Aires era muy diferente. Argentina tenía otros sueños inmigrantes  de hacerse la América y con múltiples esperanzas de progreso. Pero las injusticias y los sufrimientos, eran similares. Y Cátulo que los vivió en carne propia, los supo retratar como nadie. Les tomó el pulso, los respiró y los describió.

Ese vínculo insólito y mágico, entre Cátulo y su padre, fue el comienzo de una relación intensa y fructífera para la cultura popular argentina. José González Castillo, el padre de Cátulo, aprendió a gambetear las privaciones y el hambre en la calle. Se ganaba la vida como periodistas, poeta, músico y dramaturgo. Su militancia anarquista lo obligó a exiliarse en Chile porque venían degollando. Ahí crió a su hijo Cátulo, a su imagen y semejanza. De regreso a esta ciudad, Cátulo Ovidio comenzó a ponerle música a algunas letras de su padre. Organito de la tarde, Silbando, Acuarelita del arrabal y tantas otras que los convirtieron en la dupla padre e hijo más importante que registra nuestra bendita historia tanguera.

Pero Cátulo, no solo heredó de José la pasión por las melodías y el 2×4. Cátulo aprendió a amar a su patria y a su ciudad. Los colores, aromas y sabores de Buenos Aires. Su cultura, su gente, sus misterios escondidos. Y pudo radiografiar y representar los padecimientos de los más humildes y los más explotados. Hablo de los obreros de las fábricas grises. Los maquinistas del tranvía en movimiento. Las empleadas domésticas que venían del interior más profundo y las costureras que no dieron el mal paso, las de la línea fundadora de la industria textil. A una de ellas le dedicó “Caminito del Taller”, una de sus primeras obras, grabada por Carlos Gardel en 1925. “Débil y enferma, que camina arropada en una mañana invernal rumbo a su trabajo”, dice esa postal. Ese tema fue pionero dentro del tango de protesta social. Cátulo escribió cuando apenas tenía 19 años. Cuando cumplió 20, Gardel le grabó la última curda que hizo en sociedad con Aníbal Troilo (a) Pichuco. “Lastima bandoneón, mi corazón //tu ronca maldición maleva// tu lágrima de ron me lleva// hasta el hondo bajo fondo donde el barro se subleva// Chapeau. Me pongo de pié ante semejante poesía canción. Una joya y obra de arte, mérito de los tres, de Cátulo, Pichuco y el troesma.

Cátulo jugó para el equipo de los muchachos de Boedo. Para él, los de Florida eran puros cajetillas. Sus compañeros fueron hombres de letras que hacían letras para los hombres, como Roberto Arlt y su prepotencia de trabajo y Homero Manzi, entre otros. Precisamente, Cátulo le escribió a Manzi un tango que es casi una radiografía: “Años de cercos y glicinas// de la vida en orsai y el tiempo loco// tu frente triste de pensar la vida, tiraba madrugadas por los ojos”.

Cátulo conoció, investigó y se metió a fondo en los ámbitos más diversos y enriquecedores. Estudió música. Fue subiendo, escaló por escalón en el Conservatorio Municipal hasta convertirse en su director. Con esas mismas manos con las que escribía las partituras más notables de la época de oro del tango-canción, Cátulo se fajaba entre las cuerdas de los rings del boxeo de la guapeza. Entre los conciertos, se calzaba los guantes y se subía al cuadrilátero. En ese escenario iluminado por los gritos de la popular, dio batallas homéricas hasta consagrarse, finalmente, como campeón argentino de peso pluma. Y además fue seleccionado para los juegos olímpicos de Amsterdam. Para esa época, ya era un peso pesado del boxeo, la poesía y la sociedad porteña. Era muy respetado en los círculos del poder, pero Cátulo huía de esas fiestas glamorosas de rubias con champagne y perfume francés.

El seguía optando por la vida austera y sencilla en lugar del glamour. Mantenía firme el mismo compromiso con los trabajadores y con sus colegas, los autores y compositores. En defensa de sus derechos, se convirtió en un honrado gremialista y llegó a ser secretario y presidente de Sadaic. Fue todo lo contrario del sindicalismo de hoy, con mafias, ideas flacas y bolsillos gordos. Tampoco encajaba en ese perfil de burócrata gris de escritorio. Disfrutaba la vida y la naturaleza. De hecho fue un tenaz defensor del medio ambiente, antes de que la ecología y la cultura verde, se pusieran de moda. Llegó a compartir la sencillez de su casa con 95 perros. Su amor por los animales, los impulsó a crear el MAPA (Movimiento Argentino de Protección de los Animales)

Cátulo hizo de todo. Y todo lo hizo bien. Cosechó premios y distinciones en cantidad. Pero cuando le preguntaban cuál era su oficio, decía que solo era “un ex vendedor de papas y carbón”.

Toda su vida fue pensamiento, acción para honrar la palabra. Tuvo una coherencia inquebrantable. Una tarde lluviosa, como el día que nació, un golpe seco al corazón lo tumbó y se quedó tirado en la lona de la vida por toda la cuenta. Perdió por nocaut, como todos los mortales.

No se llenaba la boca proclamando ideas y consejo de vida. Los ejercía todos los días. Era un ejemplo. Haz lo que yo digo pero también lo que yo hago.

Un honrado amante de la vida y de los hombres, sin pompa ni bronces ficticios. Estaba dispuesto a darlo todo a cambio, apenas, de una mesa de pocillos humeantes y sabrosos, con amigos en la noche del “Café de los Angelitos”, ´para disfrutar entre reflexiones y discusiones “El último café”…porque llega tu recuerdo en torbellino, vuelve en el otoño a atardecer, miro la garúa y mientras miro, giro la cuchara del café”. 

Muchos extrañamos a Cátulo. Es uno de los padres fundadores de nuestra identidad nacional. Es muy necesario su recuerdo para que, junto a otros como Atahualpa, Favaloro, Borges o Gardel, vayamos reformateando lo que somos y lo que queremos ser. Tal vez así encontremos nuestro destino, entre tanta desilusión y desengaño. Chan, chan.

Editorial de Alfredo Leuco en Radio Mitre