Andahazi: “El tren de la muerte”

1469

Hoy vamos a contar una historia de fantasmas en medio de la peste más grande que asoló a Buenos Aires. Las epidemias muestran las miserias, los excesos, las ensoñaciones de poder absoluto, pero también la grandeza y el heroísmo.

En cualquier caso, la historia debiera servir para recoger las enseñanzas y no repetir los errores.

También esta pandemia dejará lecciones, testimonios y experiencias que habrán de nutrir a la ciencia, a la literatura y acaso a otras leyendas que contarán las abuelas del año 2070 a sus nietos cuando recuerden la pandemia que detuvo por primera vez al mundo entero en un lejano año 20. Todavía no hay historias de fantasmas del coronavirus pero seguramente las habrá.

La historia que te voy a contar hoy es asombrosa e ilustra el país floreciente que se insinuó en la segunda mitad del siglo 19 y cómo una epidemia puede torcer cualquier plan, por más encomiable que fuera.

Esta historia cruza al primer ferrocarril que rodó en la argentina con la gran peste de fiebre amarilla, ocurrida en la Buenos Aires de 1871, durante la presidencia de Sarmiento de la que hablamos ayer.

Hoy vamos a viajar un poco más atrás. En 1857 se inauguró el Ferrocarril Oeste, el primero de una extensísima red que nos puso en la vanguardia de la región.

El recorrido iba desde el centro hasta la estación La Floresta, situada en San José de Flores, cuando Flores era un pueblo. La estación cabecera se llamaba estación Parque y estaba emplazada en el terreno que hoy ocupa el Teatro Colón.

¿Dónde estaba, entonces, el Teatro Colón?, se preguntarán. Ese mismo año el Colón abría por primera vez sus puertas con La Traviata de Verdi, frente a la Plaza de Mayo, en el espacio del actual Banco Nación.

Ese era el país que se prefiguraba: en un mismo año, en una ciudad con menos de medio millón de habitantes se inauguraba un teatro de ópera y a la vez una línea de ferrocarril.

La primera locomotora que llegó fue bautizada “La Porteña”. Construida por The Railway Foundry Leeds, llegó desde Inglaterra en barco y se necesitaron treinta bueyes para trasladarla hasta la estación del Parque, desde donde haría su primer viaje de 10 km.

Esta línea corresponde a lo que hoy es el Sarmiento. El primer maquinista de la Porteña se llamó Alfonso Covassi, un italiano de la Toscana, y podemos decir que empezó con el pie izquierdo.

El primer viaje previsto nunca se pudo hacer porque llovía. En la segunda prueba descarriló y la tercera llegó bien hasta Floresta, pero descarriló en el regreso y el accidente dejó a varios pasajeros con heridos.

Se ajustaron los detalles y el ferrocarril del Oeste se convirtió en el orgullo del Estado de Buenos Aires, así se llamaba en esa época que la ciudad tenía autonomía de la Confederación.

El tren contaba con magníficos vagones de madera con detalles de lujo y el recorrido era hermoso: luego de un paseo por calles porteñas, más tarde el paisaje se abría a las quintas y los campos sembrados hasta llegar a Flores.

Pero 1871 no sólo le cambió la vida a los porteños, sino también a “La Porteña” que pasó de ser una elegante formación de viajes y paseos a convertirse en un tren fúnebre. Todos olvidaron su emblemático nombre y fue rebautizado como “el tren de la muerte”.

Los cadáveres se acumulaban y la ciudad no podía dar respuesta, entonces se ideó un tramo del ferrocarril para la recepción de ataúdes.

El circuito era así: partía desde la estación Bermejo que estaba en la intersección de las calles hoy Jean Jaures y Corrientes e iba hasta lo que en la actualidad es el parque Los Andes.

Allí se ubicó un cementerio mientras se aceleraba la construcción y rápida inauguración del Cementerio de la Chacarita, en una zona de chacras, alejada del centro de la ciudad.

Recordemos que se había prohibido que se inhumen los muertos de fiebre amarilla en el cementerio de la Recoleta, hacía falta mucho espacio para albergar tantas víctimas y el Cementerio del Sur no daba abasto.

John Allan fue el maquinista que condujo el triste tren en el que dejaron de sonar risas y las conversaciones triviales. El tren de la muerte sólo llevaba cajones. Catorce mil personas murieron.

Nueve mil italianos, tres mil cuatrocientos criollos y el resto afroargentinos. John Allan también murió víctima de la fiebre amarilla.

Cuenta la leyenda que su espíritu recorría la formación buscando la alegría perdida, errante, testigo mudo de cada vida perdida en esa epidemia feroz que sólo logró apagar el frío de mayo de 1871.

Si una noche, cuando volvamos a ser libres, se aventuraran a caminar en el Parque de Los Andes, quizás podrían escuchar el lejano traqueteo de la formación del tren de la muerte.

El chirrido de la frenada justo donde un grupo de trabajadores esperaban para bajar los ataúdes, y tal vez, entre la bruma, divisen el vapor de esa magnífica locomotora que, paradojas de la historia, se convirtió en la máquina más triste.