El pacto de gobierno entre los Fernández ha cobrado un nuevo sentido a partir de la aparición del coronavirus: Cristina se quedó con la corona y Alberto con el virus.
La pandemia le ofreció al peronismo gobernante una nueva semántica para el mismo esquema de poder. En este reparto, Cristina Kirchner pasó a administrar las cajas más cuantiosas del Estado y a Alberto le tocó la gestión de la pandemia.
Hasta ahora, el acuerdo les ha rendido excelente frutos a ambos: una, maneja el poder real y el caudal simbólico del proyecto, mientras el otro se monta a horcajadas de los epidemiólogos para alcanzar un nivel de popularidad al que no habría llegado en tiempos normales, si ese término pudiera aplicarse a la Argentina.
El principal problema de Alberto Fernández es que, al quedar en el centro de los reflectores, se ven también aquellos mecanismos turbios que solían ocultarse tras bambalinas. Fue lo que sucedió con el affaire de los sobreprecios en las compras de alimentos para los más necesitados.
Todo el mundo pudo ver que la credencial de honestidad de Daniel Arroyo estaba vencida y sin chances de renovación. Lo mismo sucedió con la asistencia social que debía dar el renunciado Alejandro Vanoli, con las postergadas promesas de créditos a tasa cero, la ayuda a las Pymes, la colaboración para pagar sueldos de empleados del sector privado y el acceso al IFE.
Acaba de iniciarse un nuevo capítulo en la saga de las irregularidades a la sombra de la pandemia: los test comprados a China son defectuosos. Cada palabra de esta última frase merece una aclaración. En efecto, voceros del gobierno pretendieron restarle importancia a este episodio, alegando que no se trató de una compra, sino de una donación.
En primer lugar es necesario aclarar que los test no han sido donados por China. Fueron comprados y pagados hasta el último centavo por Petroquímica Cuyo, a instancias del gobierno nacional, a la empresa China Zhuhai Livzon Diagnostics. La empresa argentina pagó 700 mil dólares por 170 mil test.
A pesar de que otros países como la India, por ejemplo, prohibieron el uso de estos dispositivos chinos, o los devolvieron como hizo España, el gobierno argentino decidió utilizarlos a sabiendas de que eran defectuosos. Esto podría representar un delito gravísmo.
La legislación prevé que si un particular contagiara a sabiendas a otras personas podría ser condenado de acuerdo con el artículo 202 del Código Penal, que prevé penas de entre tres y 15 años de cárcel para la persona que “propagare una enfermedad peligrosa y contagiosa para las personas”.
Ahora bien, si el mismo delito lo cometiera el Estado, se trataría de un delito de Estado. Los test son aplicados en estaciones de transporte público con el fin de conocer el estado de salud de la comunidad y, de acuerdo con esos resultados, planificar las políticas de aislamiento o apertura social.
Si esos test defectuosos permitieran que personas infectadas circularan como si estuvieran sanas o, al contrario, personas que han desarrollado anticuerpos se vieran obligadas a aislarse, el gobierno estaría exponiendo a la sociedad a un contagio masivo de proporciones bíblicas y a un sufrimiento económico sin precedentes.
En medio de estas desventuras sanitarias, Alberto Fernández se permitió dictar cátedra de salud pública nada menos que a Suecia. ¡Suecia!, el país con el sistema de salud más avanzado del planeta. Los representantes del kirchnerismo ostentan una tendencia irrefrenable a practicar el ridículo y poner la cabeza en la guillotina sin que nadie los obligue.
Así como el inefable Aníbal Fernández ofreció a la posteridad la inolvidable frase “en Argentina hay menos pobres que en Alemania” y será recordado sólo por eso, Alberto quiso arrebatarle su lugar en el podio. Dijo sin que se le cayera la cara de vergüenza que si Argentina siguiera ciertas recomendaciones hoy estaría como Suecia.
En efecto, Suecia adoptó una política de salud pública que pone en el tablero todos los factores que la componen: la salud psicológica, la incidencia de la economía en las enfermedades y los costos y beneficios del aislamiento total.
De acuerdo con un análisis de largo plazo, el gobierno sueco decidió llevar adelante un aislamiento vertical en el que se permiten varias actividades, se limitan otras y en cualquier caso, se preserva a los más expuestos: los ancianos y quienes presentan comorbilidades.
Parafraseando a Aníbal, Alberto dijo “En Argentina hay menos muertos que en Suecia”. Nadie está en condiciones de afirmar que esto sea realmente así. En primer lugar porque Argentina está entre los países que menos miden y esas pocas mediciones se hacen con test defectuosos. Pero se conocieron algunos números que deberían congelarle la sangre al presidente.
En el barrio 31, en pleno Retiro, el 67% de la población está infectada. Algo semejante sucedería en la villa 1.11.14 y el resto de los asentamientos porteños.
¿Es un problema exclusivo de la Capital? No, sencillamente, el gobierno porteño decidió medir estos barrios. Ahora bien, qué pasaría si Axel Kicillof midiera barrios como La Cava, en San Isidro, o Puerta de Hierro en La Matanza o los centenares de barriadas pobres desperdigadas en la provincia de Buenos Aires.
Ya conocemos la tendencia de Kicillof a no contabilizar nada relacionado con los pobres para no estigmatizarlos. Es un momento crítico. El aislamiento se está flexibilizando justo ante las puertas del invierno, en el momento en que mayor cantidad de contagios y muertes se registran y en la antesala del pico.
El presidente ya ha caído en varios de los clásicos del kirchnerismo. No sería una buena noticia que Alberto Fernández cediera a la tentación de crear un Indec del coronavirus para evitar el ridículo de haber desafiado a Suecia.