El sábado conmemoramos el Bicentenario de la Bandera al cumplirse dos siglos de la muerte de su creador, Manuel Belgrano.
Esta fecha nos encontró en medio de la cuarentena más larga del mundo, con un banderazo masivo y en circunstancias semejantes a las de aquellas épocas: por un lado, quienes se aprovechan de la coyuntura para avanzar sobre las libertades elementales y, por otro, los que intentan contener la arremetida contra los derechos y garantías civiles.
Otros tiempos, la misma lucha: autoritarismo versus república. La libertad, viga maestra del pensamiento de Belgrano, se ve amenazada por quienes no creen en la democracia y suponen que la Constitución es un palimpsesto sobre el cual se puede garabatear cualquier cosa.
Quizás por eso, hoy más que nunca resulta imprescindible desempolvar las ideas de un hombre fundamental como Belgrano, de cuyo nombre se quieren apoderar quienes, en rigor, desprecian su espíritu libertario.
Retrocedamos dos siglos: Manuel Belgrano está desahuciado. Después de una vida de lucha y entrega, el general agoniza en una cama. No tiene nada. Literalmente.
No tiene un peso. Hacia el final del camino, al cabo de una carrera de abogado brillante, después de haber forjado las mejores ideas de este país, luego de dar las batallas intelectuales y las batallas militares para las cuales debió convertirse de jurista en soldado, después de haber iluminado un continente con su pensamiento y su lucha, Manuel Belgrano yace moribundo. Tiene las manos limpias… pero vacías.
Había escrito que todos los ciudadanos tenían derecho a gozar de “libertad, igualdad, seguridad y propiedad”, y dedicó su vida entera a luchar por esos principios.
Y ahora, tendido y punto de recibir la extremaunción, no gozaba ni de libertad porque había sido detenido por las fuerzas militares sublevadas en Tucumán: no tenía seguridad porque había sido traicionado y no contaba con ninguna propiedad porque jamás se había preocupado por esas minucias. No tenía ni una moneda partida al medio. Nada.
“Sirvo a la patria sin otro objeto que el de verla constituida, ése es el premio al que aspiro”. Belgrano, apresado en Tucumán, pide morir en Buenos Aires. Pero como ni siquiera contaba con recursos para trasladarse, le solicita al nuevo gobernador tucumano, Bernabé Aráoz, un puñado de pesos para viajar. Pero hasta esa última voluntad le es negada.
Finalmente su viejo y querido amigo, José Balbín, le presta el dinero para volver. Pero Buenos Aires también le da la espalda. No consigue medios económicos para afrontar un tratamiento para su enfermedad.
Ramos Mejía, lo ayuda como puede. Y puede poco. Con remordimiento y vergüenza se disculpa por la exigua suma que tenía para ofrecerle: apenas trescientos pesos. Cada uno de nosotros, todos nosotros, los contemporáneos de Belgrano y las generaciones presentes y futuras deberíamos morirnos de vergüenza ante el nombre de Belgrano.
Belgrano había dado todo y no tenía nada. El país estaba en deuda con él por todo lo que Belgrano había hecho por la causa de la independencia y por la dignidad de sus compatriotas. Cuando digo que el país estaba en deuda, no es una metáfora. No. El Estado le debía a Manuel Belgrano el pago por el trabajo de toda una vida de lucha y sacrificio. Y en su hora, no tenía plata ni para remedios.
“Muero tan pobre que no tengo con qué pagarle el dinero que usted me prestó”, le dijo Belgrano a Balbín, quien lo había ido a visitar poco antes de morir. “Pero ese dinero no lo perderá, el gobierno me debe algunos miles de pesos de mis sueldos, y luego que el país se tranquilice se los pagarán a mi albacea, quien queda encargado de satisfacer la demanda”, continuó Belgrano.
Quién no podía ocultar la vergüenza, en realidad, era José Balbín. Qué le importaba ese dinero. Qué dinero podía pagar lo que Belgrano había hecho por la patria. Pero asintió en silencio para no humillar a su amigo en su últimos momentos. Balbín carraspeó para evitar que Belgrano notara el llanto. No quería llorarlo aún en vida.
Pero a Manuel Belgrano, más que la enfermedad, más que el dolor físico, que por momentos era intolerable, más que la idea de la muerte, lo torturaba otra cosa. “Mucho me falta para ser un verdadero padre de la patria, me contentaría con ser un buen hijo de ella”, había escrito.
Acaso sin saberlo, el general hablaba de su propia relación con la paternidad y con sus hijos. Siempre lo había atormentado el tiempo que no pudo dedicarle a su mujer y a sus hijos. Además de pobre, Belgrano murió alejado de Dolores, la mujer que amaba, y sin poder ver a sus hijos tanto como lo hubiese deseado.
Así, enfermo, traicionado y abatido por las circunstancias políticas, Manuel Belgrano sólo pidió una voluntad antes de partir: ver a su hijita Manuela, su querida Manuelita quien por entonces todavía no había cumplido los dos años.
Resulta conmovedor el relato de esta escena que fuera rescatado por fray Jacinto Carrasco: “La víspera de la partida, postrado en una cama como estaba, hizo que le llevaran a su pequeña hija por la noche para acariciarla por última vez. Fue una escena que poquísimos amigos presenciaron, con lágrimas en los ojos”.
Todos nosotros, cada uno de nosotros, y sobre todo los argentinos honestos y bien nacidos, estamos en deuda con Belgrano. Y qué mal le hemos pagado.