Por esos caprichos de los calendarios y el destino, podríamos decir que hoy, es un día muy tanguero. Es que un 11 de marzo, pero de 1921 nacía en Mar del Plata, un gigante: Astor Piazzola. Y otro día como hoy, pero de 1980, es decir justo hace 40 años, moría Julio de Caro, también en Mar del Plata y también un músico fuera de serie.
Un genio llamado Astor Pantaleón Piazzolla fue un revolucionario del tango. Dan ganas de poner la melodía de su amigo Aníbal Troilo y con letra de Homero Manzi, dedicarle un rezo laico:
El
duende de tu son, che bandoneón,
se apiada del dolor de los demás,
y al estrujar tu fueye dormilón
se arrima al corazón que sufre más.
A Piazzolla todo le costó mucho. Le querían sacar tarjeta roja pero no se fue nunca del tango. Fue muy resistido por la guardia vieja de la ortodoxia. Lo consideraban una suerte de hereje de la religión del 2×4, vade retro Satanás. Y no era para menos, en el Octeto de Buenos Aires, por ejemplo, puso por primera vez una guitarra eléctrica. ¿Se imaginan? Los adoradores de las telas de araña lo querían matar. Por eso le costó tanto llegar y que lo aceptaran. Pero se convirtió es un clásico de la música urbana. Era una especie de D’Artagnan aferrado a la oruga de los sonidos maravillosos. Sin espada pero con pinta de mosquetero. Casi, siempre vestido de negro, atento para clavar el estilete de la creatividad. Tal vez con Astor se produjo el segundo nacimiento del tango. El que le metió los nuevos ruidos callejeros y lo transformó en música culta reciclando lo popular. Pocos saben que se formó en armonía y música clásica con la directora de orquesta francesa Nadia Boulanger. Y que estudió contrapunto y fuga con Alberto Ginastera.
En alegre concubinato con Horacio Ferrer parieron muchas de las mejores radiografías de Buenos Aires. La engendraron esos hombres que como acróbatas dementes saltaron por el abismo de tu escote hasta sentir que enloquecieron tu corazón de libertad. Era la balada de dos locos. De dos talentos que patearon todos los tableros con la voz de acero y terciopelo de Amelita Baltar, que fue sin duda María de Buenos Aires más allá de la operita fundacional. Astor era discutidor, no se le callaba a nadie, se iba a las piñas en dos minutos. Se le subía la tanada y la autodefensa que necesitó de pibe por las calles hostiles de Nueva York. Solo se quedaba en silencio cuando el Polaco Goyeneche, por ejemplo, se subía a ese pulmón de melodías que Astor acunaba sobre sus rodillas. Grabó 58 discos, hizo música para ver en el cine. Murió cuando apenas tenía 71 años y dejó una obra monumental. Larga, ancha y bien porteña, como la calle Corrientes. La criminal fue una trombosis que le hizo la vida imposible. Tal vez en esa pelea contra la muerte recordó aquella pequeña Italia a donde su viejo, Vicente, Don Nonino había ido a buscar revancha laboral. Hoy decís, adiós Nonino, adiós, y es como cantar el himno ciudadano. Era un pibe y pudo compartir con Carlos Gardel los paseos por Manhattan, los ravioles amasados por Asunta Manetti, su madre y una escena emocionante con un piazzollita de 12 años y una gorra de atorrante tocando el bandoneón en “El Día que me quieras”. Hay fotos que lo prueban. Pero ese fotograma no quedó en la película que hoy se pudo recuperar. Ese primer bandoneón que funcionó como ADN se lo regaló su viejo que lo compró en una tienda de empeños de la calle 8 de la Gran Manzana por solamente 18 dólares. Desafíos de la historia de un mundo tanguero que siempre sedujo y rechazó a Piazzolla. Músicos de una gran estatura florecieron a su lado: Fernando Suárez Paz, Antonio Agri, Oscar López Ruiz, Horacio Malvicino, Gerardo Gandini, Leopoldo Federico y Daniel Binelli, entre otros.
Era tozudo como pocos. Durante un tiempo renegó de las letras y los cantores. Nos quiso retacear una parte de su ingenio. Por suerte aflojó y pudimos disfrutarlo con el Polaco, con Jairo, José Angel Trelles, Edmundo Rivero y el Negro Lavié, entre otros.
Dicen que hizo tango barroco mezclado con jazz. Hizo travesuras luminosas junto al saxo de Gerry Mulligan. Dicen que sus pentagramas hacían magia con las armonías. Dicen que como todo vanguardista no se dejó encasillar en ningún lado. Sorprendía en cada golpe de bandoneón, en cada arrullo, amagaba para el tango y salía con aires de Bela Bartok o Stravisnky. Dio vuelta el tango como una media. Lo puso patas para arriba y el tango ya nunca más fue el mismo aunque jamás perdió sus raíces. Dos hijos, Daniel y Diana lo suceden y su nieto “Pipi”, sigue llevando su bandera musical. Derrotó para siempre a los conservadores anquilosados del tango del taquito y la pereza. Siempre decía que sus tangos ya no tenían compadritos ni farolitos. Pero hizo la música de “Sobre Héroes y Tumbas” con Ernesto Sábato y “El hombre de la esquina rosada”, con Jorge Luis Borges que era tan cabrón como él. Hizo punta como su admirado Osvaldo Pugliese. Encontró un nuevo lenguaje para un tiempo sin tranvías ni buzones. Por eso hoy sigue vivo en los bares, en el subte, en la callecitas de Buenos Aires que tienen ese que se yo…viste, rodando por Callao. Se siente, se siente, Piazzolla está presente en este Invierno Porteño.
Y
esas ganas tremendas de llorar
que a veces nos inundan sin razón,
y el trago de licor que obliga a recordar
si el alma está en “orsai”, che bandoneón.
Señor bandoneón. Que Dios lo tenga en la gloria. Quería decirle que el aeropuerto de su amada Mar del Plata lleva su nombre y lo espera siempre para que pueda ir a cazar tiburones y adrenalina. Que ese nombre “Astor”, tan original y provocativo nació de su padre que quiso homenajear a Astore Bolognini, un corredor de motos y primer violonchelista de la Orquesta de Chicago
Que Amelita Baltar, la voz de Piazzolla echa mujer, nos sigue deleitando rea y académica, atrevida y contundente.
Señor bandoneón quería decirle que usted atravesó la música y entró en el mundo del sonido. Hay un sonido Piazzolla, hay un clima Piazzolla que envuelve a Buenos Aires.
Hay un bandoneón que todo lo puede. Incluso seguir sacando conejos talentosos de su galera a tantos años de su muerte.
Don Astor. Gracias por su tozudez, su creatividad y su talento. Gracias por llevarse el mundo viejo por delante. Chan chan. Piazzolla como Troilo nunca se fueron. Siempre están volviendo.
Igual que Julio de Caro, otro nombre y apellido del tango flotando en el adiós.
Su
padre, don José, era un músico clásico orgulloso de su formación cultural pero
que despreciaba la música popular. En la calle Defensa, a 20 cuadras de la Casa
Rosada, instaló un conservatorio y un anexo donde se vendían instrumentos
musicales y partituras.
Don José había diseñado para su hijo Julito un
destino de médico y de gran concertista de guitarra. Pero el pibe, con los
atorrantes del barrio y de pantalones cortos se escapó una noche al Palais de
Glace a ver la orquesta de Roberto Firpo y quedó fascinado. A la madrugada,
todos gritaban “que toque el pibe”, que toque el pibe y él también porque un
tango se llamaba así. Hasta que un amigo le dijo: “es a vos Julito, la gente
pide que toques vos.” Recién cuando apoyó el violín contra su cuello su cuerpito
frágil dejó de temblar como una hoja. La música maravillosa que produjo
hipnotizó a todos con su belleza.
Cuando Julito regresó de madrugada lo estaba
esperando su padre que lo castigó a vivir una semana en un rincón y a pan y
sopa. Julito metió violín en bolsa. Su corazón se desgarraba ante cada reto de
su padre que insultaba a esos vagos que tocan esa música bastarda, esas
melodías prostibularias. Pero la magia del tango ya se había metido para
siempre en el corazón de Julio de Caro. Un
día, el tigre del bandoneón Eduardo Arolas lo invitó a tocar en su orquesta y
ese fue el final. Otra madrugada el padre de Julio lo esperó detrás de la
puerta y lo echó de su casa: “Usted elige mocoso, la medicina, la guitarra y el
concierto o esa porquería que toca con el violín. Usted me ha traicionado, ha
deshonrado mi apellido”. Y Julio se fue vencido de la casita de sus viejos.
Durante 20 años le envió cartas a su madre que nunca fueron respondidas.
Después de mucho sacrificio y pasar grandes
privaciones económicas, Julio empezó a triunfar en todo el mundo. Les mandaba a
sus padres los recortes de los diarios que hablaban de su genialidad y nada. Ni
una línea a vuelta de correo. Por eso su mirada siempre estaba triste pese a
que su crecimiento profesional fue caudaloso. El presidente Marcelo T. de
Alvear se declaró su admirador.
De gira por Europa una noche tocó en un palacio
de Niza ante cientos de bacanes. Alguien se levantó de su mesa, elegante con su
smoking tan lustroso como su cabello y dijo: “Así como me reciben a mí les pido
que reciban y escuchen a Julio de Caro”. Un presentador de lujo: era Carlos
Gardel. Enseguida uno de los bailarines le pidió que repitiera el tango “El
Monito”. Y luego otra vez. Y otra. De Caro no podía negarse a ese pedido de
Charles Chaplin.
De Caro después tocó para el Aga Khan, para el
príncipe de Gales, y fue pasión de multitudes. Se convirtió en un artista
inmenso que marcó para siempre con su identidad la música de Buenos Aires. Pero
sus padres seguían sin aparecer y la llaga de su corazón seguía abierta.
Paloma Efrom, Blackie, cantó en su orquesta.
Edmundo Rivero también. En 1937, nadie quiso perderse el regreso triunfal de
Julio de Caro al Teatro Opera. Después
de varias ovaciones, Julio se quedó un tiempo largo en el camarín esperando que
se fuera el público para poder salir tranquilo. Pasaron dos horas y salió
caminando por el pasillo del teatro apenas alumbrado por pequeñas lucecitas
rojas. De pronto vio difusa dos figuras que se recortaban en la penumbra. Eran
sus padres. Don José se acercó temblando hacia su hijo y después de 20 años le
dijo, sin tutearlo: “Vengo a pedirle perdón. Usted hace una música de ángeles”.
Y no pararon de llorar en un profundo abrazo. Julio de Caro, entre sollozos,
repetía: “Vió Papá que yo no deshonre el apellido, no lo deshonré”.
Piazzola y De Caro, un día como hoy, el tango se pone de pie.