“Las mujeres que derrotaron al virus y a la guerra”, por Federico Andahazi

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La columna de Federico Andahazi en Le doy mi Palabra, por Radio Mitre.


Mientras muchos se limitan a contar la cantidad de muertos, algunos incluso con cierto morbo, hoy quiero ocuparme de quienes se ocupan de engrosar la lista de la gente que se recupera de la enfermedad, que es muchísima más. Y los que se curan, los que vuelve del coronavirus, les deben la vida a gente como Florence Nightingale.

Florence fue una mujer italo-inglesa que le dedicó la vida a los enfermos.

Se formó en Londres en la época victoriana, pero su trabajo marcó la diferencia durante la guerra de Crimea, donde, con medidas que hoy nos parecen sencillas, logró salvar miles y miles de vidas en el hospital de Scutari: higiene, ventilación de las habitaciones que albergaban a los centenares de enfermos y heridos, buena comida, cambio de sábanas, limpieza meticulosa del lugar y aseo de los pacientes, y compañía.

Después de un día de trabajo intenso, Florence permanecía al lado de un paciente grave toda la noche, le leía las cartas para que sintiera la compañía de sus seres queridos, le contaba historias y le daba palabras esperanzadoras.

La situación en Crimea era crítica: a la batalla del frente franco-inglés contra los rusos que dejaba miles de heridos y muertos se le sumó un brote de cólera. Florence y las otras voluntarias no tenían descanso. Pero con sus métodos, esta mujer conseguía la recuperación de muchos pacientes a los que habían desahuciado.

La prensa recogió las historias que se contaban de Florence y la convirtió en una leyenda, un símbolo de la mujer preocupada por los demás, capaz de revelarse ante los dictados de aquella sociedad victoriana, elitista, conservadora, y moverse a miles de kilómetros de su lugar para salvar vidas.

Florence Nightingale cambio los paradigmas y fundó las bases de la enfermería moderna, trabajando codo a codo con los médicos en esa tierra de hostilidades.

Hasta aquí nadie podría negar la trascendencia de Florence Nightingale, una mujer de la alta sociedad británica que entregó su vida a los hospitales de campaña y vivió en las urgencias de la guerra y las epidemias.

Pero a su sombra hubo otra mujer increíble que quizás nadie recuerda porque era negra, no era de “buena familia” y porque no fue la elegida por la prensa para ensalzar la imagen de la mujer altruista.

Su nombre: Mary Seacole. Mary era negra, hija de una curandera jamaiquina y un soldado escocés. Su madre, la curandera, tenía una hostería en la que recibía a los marginados que eran rechazados en todos lados: borrachos, enfermos, heridos. Mary desde chiquita aprendió de su mamá cómo cuidar a los desvalidos, a los que no tenían a nadie.

Luego viajó a Inglaterra y aprendió como pudo algo de medicina tradicional y completó sus conocimientos recorriendo el Caribe mientras veía trabajar a los médicos populares, un poco doctores, un poco chamanes.

Después de la muerte de su madre, ella continuó con ese hotel que era una mezcla de hostería y asilo, pero un terrible incendio que castigó Kingston en 1843 lo destruyó por completo y mató a su marido.

Mary no bajó los brazos, iba de Jamaica a Panamá luchando contra la epidemia de cólera con sus heterodoxos conocimientos de salud. Insistía con la ventilación de las salas de enfermos, con el lavado de sábanas, con la limpieza, lo mismo que Florence del otro lado del Atlántico.

Jamaica, como colonia inglesa que era, recibió el pedido de alistamiento de enfermeras para la guerra de Crimea. Viuda y sola, Mary no lo dudó. Viajó primero a Londres donde se formaba el grupo de enfermeras que se trasladaría a la guerra.

Mary Seacole fue rechazada porque no tenía estudios oficiales a pesar de toda la experiencia que tenía; pero esa no era excusa, la mayoría estaba en la misma situación. Mary presentaba un detalle muy importante a la vista de todos: era negra.

No sería bien vista una enfermera inglesa negra, consideraron los mismos gentlemans de la Medicina inglesa que, como conté ayer, rechazaron la vacuna de Jenner.

Mary decidió que esos soldados la necesitaban, con su propio dinero viajó a Crimea e instaló el “British Hotel” en Kadikoi, cerca del principal campamento militar inglés, y con el modelo de esos asilos que dirigía su madre, armó un dispositivo de tratamiento de enfermos y atención primaria.

Todo lo afrontó con sus ahorros y sin apoyo del gobierno británico. Llevaba limonada y té al frente de batalla, se colaba en el hospital y colaboraba codo a codo con Florence; a ella también le obsesionaba la buena alimentación y la higiene de los enfermos.

Mary dejó la salud en Crimea, trabajó sin descanso. Mami Seacole, le decían los soldados cuando la veían llegar con su hermosa sonrisa de dientes blancos que contrastaba con la piel oscura.

A los moribundos no les importaba que ella fuera negra…. Mami, le decían, cuando le apretaban la mano para irse de este mundo en paz o para dar el primer paso después del alta. Mami. Mami Seacole.

Los rusos perdieron, se firmó la paz en 1856. Mary volvió a Londres enferma, sin un peso para comer y sin una sola medalla. Nada. Los veteranos de guerra organizaron un festival para juntar dinero para darle un techo.

Y recién en 2004, 125 años después de su muerte, Mary “Mami” Seacole fue proclamada “la más grande Británica negra”, un acto de justicia, salvo por la injusticia que significa diferenciar blancos de negros aunque sea para premiarlos.

Va este homenaje a todas las enfermeras de cualquier color, origen o extracción social que todos los días salvan miles de vida y que solo se hacen apenas un poco visibles durante las tragedias.