“La ordeñadora que salvó al mundo del virus”, por Federico Andahazi

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La columna de Federico Andahazi en Le Doy Mi Palabra, por Radio Mitre.


La pandemia de coronavirus nos tiene atrapados en un monotema planetario. El mundo está paralizado, o al menos eso parece, aunque no sea del todo así. Todas las esperanzas, todos los ojos están puestos en los hombres y mujeres de ciencia.

Es apasionante recorrer la historia del pensamiento y conocer cómo razonaban aquellos que encontraron soluciones donde había problemas. Donde antes había magia, superstición y oscurantismo, pusieron ciencia, inteligencia y claridad.

Fueron capaces de posar los ojos sobre lo que estaba a la vista de todos pero con una mirada novedosa. La diferencia entre mirar y ver.

La vacuna del Coronavirus… Todos soñamos con el momento en que podamos ir a un centro vacunatorio o a una farmacia, y aplicarnos esa esperada vacuna. Falta poco, tenemos esa enorme fortuna. Pero ¿a quién deberíamos agradecer cada vez que decimos la palabra “vacuna”?

A uno de los hombres más admirables que dio este mundo, sin dudas, y prestá atención a esta historia, que es fascinante: 300 millones de personas fulminó el virus más letal del que la historia tenga registro. 300 millones de muertos y cientos de millones de sobrevivientes desfigurados.

No hubo guerra que le llegara a los talones. No hubo hambruna capaz de hacerle sombra. Se llama viruela. Y gracias a este hombre podríamos decir se llamaba, porque desde 1980 la Organización Mundial de la Salud la considera como una enfermedad erradicada.

Se llamó Edward Jenner. Nació en 1749 en Berkeley, Inglaterra, durante el brote más feroz de viruela de la historia. Estudió cirugía y farmacia, pero como Jenner era un hombre de pueblo y no un ratón de biblioteca, ni vivía en el laboratorio, esa condición le daba una mirada distinta.

Era escritor, poeta, le gustaba sentarse bajo un árbol en el fresco de la tarde y componer versos y pequeñas narraciones. Salía a caminar con una libreta y un lápiz, conversaba al paso con la gente de ese pequeño mundo rural. A nadie le era ajeno el fantasma de la viruela.

Una tarde, volviendo del pastoreo con sus vacas, una ordeñadora, muy hermosa, le dice a Jenner algo que daba vueltas entre los campesinos. Con cierta displicencia, la mujer jactándose de su belleza le asegura: “Yo nunca voy a tener la cara marcada por la viruela porque ya tuve la viruela bovina”.

Jenner le dedicó una sonrisa galante y siguió su camino, pero, sin saberlo, esa simple campesina le había puesto la llave en las manos. Ya se conocía el método llamado variolización, traído de medio Oriente, que consistía en frotar al paciente con pus o material infectado por otro enfermo.

Los resultados eran, digamos, diversos, a veces se lograba una versión leve e inocua de la enfermedad, y otras veces se producía la enfermedad en toda su magnitud. Pero Jenner cruzó la variolización con el comentario de la bella ordeñadora y en 1796 inoculó a un chico sano el material biológico infectado de un paciente que tenía viruela bovina.

El chico llamado Phillips presentó una fiebre leve y nada más. Jenner no podía contener el entusiasmo; sabía que estaba en la senda. Esperó unos meses y volvió a convocar a Phillips, esta vez le inyectó el virus letal, “variola virus”, el virus de la viruela.

Pensemos en los riesgos que estaba asumiendo Jenner; parece fácil decirlo ahora… pero el chiquito se podía morir como tantos otros cientos de millones.

James Phillips no sólo no murió, sino que ni siquiera se enfermó. James Phillips se había inmunizado, como ya la ordeñadora lo había dicho a su manera. Jenner escribió los resultados de la investigación después de probar con éxito en veintitrés voluntarios más. Imaginemos la emoción de este hombre de Ciencia frente a su descubrimiento.

Y acá llega la arrogancia y la estupidez de los villanos que nunca faltan en las historias de héroes: La Asociación Médica de Londres prohibió la vacuna de Jenner argumentando que “los seres humanos se convertirían en ganado vacuno”. Increíble, los terraplanistas del siglo 18.

Jenner estaba furioso. Él sabía que esa era la cura para un virus que data de 10.000 antes de Cristo. Sin dudarlo, inoculó a su hijo para protegerlo: si su país no iba a proteger a su población, el sí iba inmunizar a su familia.

Nadie es profeta en su tierra: Napoleón Bonaparte, en cambio, sí creyó en Jenner y en 1805 hizo a vacunar a todo el ejército francés. Jenner recibió las condecoraciones del caso y jamás abandonó su ciudad natal, en la que aquella humilde campesina le había marcado el rumbo de la revolución más espectacular de la medicina: la invención de la vacuna.

Luis Pasteur quien nacía más o menos para cuando Jenner dejaba este mundo, propuso ese nombre vacuna en homenaje a Edward Jenner que gracias a la viruela de las vacas y a una bella ordeñadora salvó a toda la humanidad del virus que aniquilaba al 70% de los infectados.

Va esta columna, otra vez, en homenaje a los hombres y mujeres de la ciencia y la medicina. Y en repudio absoluto a todas las corrientes asesinas que promueven el boicot a las vacunas y que permiten el regreso de enfermedades como el sarampión que estaba en vías de extinción en algunos territorios y hoy ha regresado y mata a los más vulnerables.