En el año 1991, Sábato recibió a este cronista en Santos Lugares. Y contó porqué cambió de opinión en los últimos años de su vida. “En la Conadep pude ver las atrocidades que se cometieron y me hizo comprender que no se puede soportar tanto dolor sin la existencia de un ser superior”.
Por Rodrigo Calegari
“¿Querés un café? ¿Con cafeína, no? “Gladys trae dos cafés con cafeína por favor. El café sin cafeína es un invento de los yanquis…. no lo puedo entender. Es como como comer un asado sin carne… Gladys llevalos a la biblioteca por favor… No lo puedo creer…. café sin cafeína… que ridiculez”.
Ernesto Sábato se sentó en el sillón contiguo al que estaba Matilde, su compañera de toda la vida, en el salón donde una gran biblioteca marcaba el punto de partida de una escenografía de trabajo y familiar. Era una casa antigua, con ventanales inmensos y un silencio dominical que sólo se quebraba con las quejas del escritor. “Gladys, qué pasa con los cafés con cafeína”, volvió a preguntarle a su asistente, frotándose las manos, con cierto nerviosismo que reflejaba, en esa primera estampa, las mismas perturbaciones que cualquiera de los personajes de sus libros. “A quién se le ocurre, café sin cafeína”.
Con toda la insolencia de un periodista sin experiencia ni medio para publicar la entrevista, esa actitud contradictoria lejos de cohibirme me relajó. Uno de los escritores más grandes abría las puertas de su casa en Santos Lugares a un proyecto de periodista de 20 años sólo por curiosidad.
–“¿Y de qué querés hablar conmigo? Matilde dice que escribís. Yo no leo hace mucho porque no puedo. Pero si escribís no vayas a un taller literario. No me gustan. Los talleres literarios generalmente están dirigidos por escritores frustrados llenos de dogmas”.
“Ahora pinto. Bueno cuando puedo y la salud me lo permite. ¿Vos pintás?. Vení qué te muestro lo que estoy haciendo. Voy despacio por esta gota que me tiene podrido”.
Cuando llegamos al taller, en el fondo de la casa, explicó en detalle cada una de las pinturas, con la misma pasión que lo hubiera hecho con un biógrafo, con detalles y entusiasmo. Anécdotas de sus nietos e historias de vecinos. “Santos Lugares es muy tranquilo… Demasiado tranquilo”.
La entrevista se había postergado varias veces por sus problemas con la gota. “Una enfermedad traicionera”, la describía él. Primero habíamos quedado en hacerla en un bar de la Avenida de Mayo, pero avisó que no podía con un mensaje en mi contestador en el que pedía que lo llamara “dentro de un mes”.
Lo llamé con el mes recién cumplido y me volvió a suspender por sus problemas de salud. Tuve que esperar dos meses más hasta que el encuentro finalmente pudo concretarse. “No sé cuándo voy a ir a Buenos Aires. Por qué no te venís vos para Santos Lugares”.
Las pinturas las tenía apiladas en un atril. Estaban tapadas con una tela y alejadas de la ventana que daba a un parque interno de la casa de los Sábato. Desde allí se veía la biblioteca y la escalera que iba hacia las habitaciones de la planta superior. “Estamos mudando el cuarto para abajo, cada vez es más complicado subir esas escaleras”.
Hablaba con pasión de sus pinturas y al rato las defenestraba. “No sé para que guardo todas estas cosas. Cómo los libros, que ya no puedo leer. Si no fuera por Matilde no hubiera quedado nada”. Volvimos para la sala de la biblioteca.
–“No te tomaste el café, tanto que insististe”, le reclamó Matilde que no se movió nunca del sillón. “Es muy lindo lo que escribís -siguió Matilde- tengo algo para regalarte”. Se levantó por primera vez y se llevó las tasas de café. “Sin cafeína tomo yo”, me aclaró con una sonrisa.
La charla con Sábato y Matilde duró casi una hora con un sinfín de declaraciones que no tendría sentido publicar ahora, a casi treinta años. Pero hablamos de todo, de sus libros, de sus miedos, de sus rencores, de su bronca con ciertos temas de la Argentina que lo molestaban y de la Conadep. “No es sencillo describir las atrocidades que padecieron las víctimas de ese genocidio de Estado. Creo que empecé a creer en la existencia de un Dios después de escuchar los relatos de las torturas y las vejaciones más atroces que se te puedan ocurrir. Después de la Conadep comprendí que para un ser humano era imposible soportar tanto dolor sin la existencia de un ser superior “.
Me regaló su trilogía, firmada. Y también pude llevarme el incunable de “Cenizas y Plegarias” de Matilde Sábato, que ella misma publicaría unos meses después en una editorial importante. Yo, que tenía alguna idea de lo que había ocurrido con el pensamiento de Ernesto Sábato sobre Dios, le llevé de regalo un crucifijo de palo santo que había comprado en Asunción de Paraguay y que guardaba como un tesoro artesanal. Sabía que podría llegar a gustarle, tenía un poco de religión y un poco de arte. Y creo que algo así pasó porque pude ver en varias entrevistas posteriores que le hicieron en su casa cómo seguía ahí firme en su biblioteca, conviviendo con otros dioses y demonios.