Ayer comentamos las consecuencias políticas de la fiebre amarilla que asoló a Buenos Aires en 1871.
En ese momento, Sarmiento era el presidente de la Argentina y fue injustamente criticado, con oportunismo y mala fe, igual que hoy, por haber dejado Buenos Aires en medio de la epidemia.
Sarmiento, como dijimos, obedeció a los científicos y médicos que le aconsejaron que quienes encabezaban el gobierno y los otros poderes de la Nación debían resguardarse de una muerte segura y de la consecuente acefalía que habría de sumir en el caos completo al país en medio de una crisis sanitaria.
Pensemos que nadie tenía la menor idea de cómo se contagiaba esa enfermedad llamada “del vómito negro” para la que no existía cura. Perder al presidente hubiese significado una crisis política de proporciones.
Se trataba de una epidemia acotada a la ciudad de Buenos Aires, a ciertos barrios incluso. Ahora sabemos los límites estaban dados por el lugar de hábitat del mosquito, vector de la fiebre amarilla.
De hecho, las muertes cesaron con el frío, hacia fines de mayo de ese fatídico 1871. Hoy vamos a hablar de los que sí se quedaron en Buenos Aires sabiendo que aquí se jugaban, probablemente, la última partida.
Muchos de ellos fueron médicos que no sólo permanecieron en la ciudad sino que se propusieron salvar vidas y atender a los moribundos con la certeza de que podían contagiarse, y así fue.
El contagio, claro, no se daba entre personas, pero esos conventillos donde la gente vivía hacinada sin agua corriente, con charcos en las calles y malas condiciones de higiene, eran el cultivo del mosquito Aedes aegypti, el mismo que hoy nos amenaza por el dengue.
Vamos a conocer esas historias apasionantes de hombres admirables que entregaron la vida a la lucha contra la fiebre amarilla. Adolfo Argerich, uno de los mejores médicos, trabajaba en la Parroquia de San Telmo, cuando San Telmo era de los barrios más castigados. El verano de 1871 se presentó con temperaturas agobiantes.
Buenos Aires era una ciudad con espantosos problemas sanitarios. Para empezar, las riberas del Riachuelo estaban pobladas de saladeros que descargaban al río y permanentemente presentaban aguas estancadas y putrefactas.
Dicho sea de paso es notable cómo esta ciudad se ha ensañado con el hermoso río que debería ser el Riachuelo. Podía haber sido nuestro Sena en lugar de usarlo como cloaca a cielo abierto.
Además, Buenos Aires volcaba sus aguas servidas a pozos ciegos pero las napas estaban saturadas. Las pintorescas imágenes de los aljibes no eran moneda corriente; sólo las familias pudientes contaban con un aljibe.
La marca de la ciudad en verano eran los mosquitos, el agua podrida, los charcos y la pestilencia.
Se cree que la fiebre amarilla llegó en barco desde Brasil, pero hay quienes dicen que la trajeron los soldados que regresaban de luchar en el Paraguay, en la guerra de la Triple Alianza.
El hecho es que el 4 de febrero se aisló el barrio de San Telmo, luego el puerto de Buenos Aires quedó declarado “puerto infectado” y se detuvo la actividad aduanera. En marzo las muertes aumentaban día a día.
Después de que los principales referentes de los tres poderes dejaran Buenos Aires los vecinos de la ciudad reunidos por Bartolomé Mitre y Hector Varela decidieron conformar una Comisión Popular para afrontar la crisis. La presidió Roque Pérez, de quien hablaremos la semana próxima.
Y uno de los principales referentes médicos fue Adolfo Argerich, quien se negó a abandonar la letal parroquia de San Telmo.
La comisión intentó pagar los servicios del Dr Argerich, pero él les respondió: “Señores, yo haré todo lo que pueda en obsequio a los enfermos de la Parroquia, pero a condición de que Vds. no han de darme ninguna clase de emolumentos”
Los muertos fueron 14 mil, el 8% de la población de Buenos Aires. Como siempre, los más expuestos era quienes intentaban curar a los enfermos.
Ese fue el caso de Argerich, que se enfermó dos veces y dos veces se recuperó y salió adelante, impulsado por el afán de detener las muertes. Pero la tercera, venció ese poderoso virus que volaba con el mosquito sin que nadie lo supiera.
El 19 de abril Adolfo Argerich murió víctima de la fiebre amarilla y el 25 de mayo moriría Manuel Argerich, su hermano, también médico, vocal de la comisión popular contra la fiebre amarilla. No tenían siquiera 40 años.
Murieron jóvenes dirán algunos, murieron en su ley dirán otros. Murieron para salvar a muchos de nuestros antepasados diremos nosotros.
Y les ofrecemos este sencillo homenaje que hacemos extensivo a todos los trabajadores de la salud, herederos de esos primeros médicos argentinos, héroes de la peor epidemia que sufrió este país. Después de la corrupción, claro.