Si durante la Edad Media la gente esperaba que los sacerdotes convencieran a Dios de que detuviera la peste a través del rezo y la flagelación, hoy la humanidad deposita todas las esperanzas en los científicos. La población de todo el planeta está pendiente del progreso de la ciencia como nunca antes.
Todos las mañanas nos despertamos con la esperanza de que los diarios nos confirmen, de una vez por todas, la aparición de la vacuna contra el COVID-19. Pero la ciencia no es una entidad abstracta; está construida por hombres y mujeres y, como observó Ortega y Gasset, por sus circunstancias. Si queremos tener una pista de cómo será el futuro de la pandemia, debemos mirar al pasado y a sus protagonistas.
Hoy resulta necesario recordar a uno de nuestros grandes médicos, injustamente olvidado, a quien muchos sólo conocen por el nombre del Hospital General de Agudos Dr. José María Penna, en Parque Patricios.
José María Penna tenía un bigote nietzscheano.
Los ojos oscuros, hundidos debajo de una cejas pobladas, le conferían un gesto severo, inquisitivo. El grano grueso de la fotografía evoca aquella Buenos Aires que crecía, caótica y elegante, entre conventillos, inmigrantes, barro de suburbio y lujo francés.
José María nació en Buenos Aires el 7 de abril de 1855. Su vida, dedicada a la medicina, no tuvo descanso. En 1873, cuando comenzó sus estudios universitarios, se dió en Buenos Aires un brote de cólera. Ahí estuvo Penna, colaborando con sus profesores, con solo 18 años.
Su tesis fue el primer trabajo de Medicina Experimental que dió este país: “Uremia”, se llamaba la investigación. Durante un tiempo fue médico rural en Cañuelas; ocupó importantes cargos en la Academia de Medicina, pero su gestión se volvió fundamental en el brote de cólera de 1886.
En esa época la vida y la muerte estaba regida por la Iglesia. A Penna no le tembló el pulso para decidir el aislamiento de los enfermos y la cremación de los cadáveres. La curia puso el grito en el cielo. Claro, hoy la cremación está aceptada, pero en aquella época era un sacrilegio.
Penna sabía que la cuestión sanitaria era central en el combate contra el cólera que tanto castigaba a las poblaciones más relegadas. Quince mil personas murieron, tres mil eran habitantes de la ciudad de Buenos Aires.
El cólera había creado un verdadero caos político: el presidente Mitre estaba enfrascado en la guerra del Paraguay. Su vice, Marcos Paz, al frente del Ejecutivo, se enfermó y murió. El Congreso no sesionaba, los legisladores no querían venir a Buenos Aires por el brote (¿te suena?); fueron 15 días de acefalía hasta que Mitre regresó.
En 1896, Penna detectó un incipiente brote de fiebre amarilla en el barrio de Belgrano y pudo ser contenido gracias a las medidas sanitarias que tomó y que, de hecho, evitaron un desastre similar al de 1871.
Penna proyectó los hospitales Piñero y Álvarez, presidió el Departamento General de Higiene (sucediendo a Malbrán) en una gestión brillante.
En 1910 fue electo diputado y logró que se aprobaran importantísimas leyes de su autoría. Sería bueno que los legisladores que hoy no legislan, tomaran el ejemplo: promovió la Ley de defensa contra la lepra, la Ley de Vacunación nacional Antivariolica, el Proyecto de higiene, desinfección y profilaxis de ferrocarriles, el Proyecto de provisión de material sanitario para todas las provincias y territorios nacionales, el Proyecto de estaciones de vacunación obligatorias en todo el país, entre tantos otros.
Otro sería este país si todos los legisladores estuvieran la estatura de José María Penna. Sus investigaciones y descubrimientos fueron de importancia internacional. Los avances en la lucha contra el cólera en la región fueron vitales.
Murió en 1919, hace 101 años, atendiendo a un paciente; nunca abandonó el consultorio. “Hemos perdido al primer epidemiólogo de la América del Sud”, consignó la Revista del Centro Médico.
Hoy, que tanto escuchamos a los epidemiólogos, recordemos que Penna fue el primero; que no llegó a la política para enriquecerse ni aferrarse a dietas y privilegios, sino para ofrecer sus conocimientos y servir a los desprotegido, no para servirse de ellos. Si el doctor viera el estado actual de la política se volvería a morir de Penna.