Andahazi: “Un cuento inédito de Borges”

1295

En medio de la pandemia, en esta cuarentena sin fin recibimos un regalo inesperado. Hoy los oyentes de radio Mitre serán los invitados de honor de una presentación insospechada. A 35 años de haberle puesto punto final a una vida entregada a la lectura, Borges nos dejó un regalo póstumo.

Cuando pensábamos que habíamos leído las obras completas de Borges, hoy vamos a conocer un texto inédito. María Kodama encontró un cuento que él le dictó palabra por palabra poco antes de morir.

Kodama le dio la posibilidad al diario La Nación de publicarlo para que todos podamos volver a encontrarnos con la inigualable prosa de Borges. Para quienes hemos leído con tanto placer la obra de Borges, el hallazgo de un texto inédito es como dar con un tesoro valioso y emotivo al mismo tiempo.

Se trata de un cuento corto en el que Borges confiesa una deuda de sangre, una falta heredada y ensaya una reparación que juzga inútil pero necesaria. Borges nos habla de su abuelo, el Coronel Francisco Borges.

Borges podría optar por escribir las hazañas del padre de su padre, como lo nombra a veces, pero prefiere detenerse en un hecho injusto que le pesa: la muerte de un hombre anónimo que nadie recordaría si no fuera por Borges. Quizás esa sea la forma de reparar la historia: la negación del olvido.

La propia Maria Kodama, cuya letra manuscrita quedó plasmada en esa hoja que hoy nos trae de nuevo a Borges, explicó las circunstancias del escrito: “Fue en Buenos Aires donde Borges me dictó la página. Me dijo que el abuelo había hecho fusilar a este hombre que era completamente inocente, que no era ni traidor ni nada. Me dijo también: “Qué cosa tan injusta, tan horrible que ha hecho mi abuelo”.

Kodama explica, incluso, que Borges sentía auténtica culpa por esa muerte, por los actos de su abuelo. Tal como nos enteramos en el texto, el hecho se le reveló, brutal, en una carta que le acercó un coleccionista brasilero.

Como un genealogista de sí mismo, Jorge Luis Borges leyó en el documento datado en 1871 que el coronel Francisco Borges consignaba “pasar por armas al desertor Silvano Acosta”. Años después, Jorge Luis Borges dictó a María Kodama este cuento que hoy tenemos la inmensa fortuna de conocer:

Silvano Acosta, de Jorge Luis Borges

“Mi padre fue engendrado en la guarnición de Junín, a una o dos leguas del desierto, en el año de 1874. Yo fui engendrado en la estancia de San Francisco, en el departamento de Río Negro, en el Uruguay, en 1899.

Desde el momento de nacer contraje una deuda, asaz misteriosa, con un desconocido que había muerto en la mañana de tal día de tal mes de 1871. Esa deuda me fue revelada hace poco, en un papel firmado por mi abuelo, que se vendió en subasta pública.

Hoy quiero saldar esa deuda. Nada me costaría fantasear rasgos circunstanciales, pero lo que me ha tocado es lo tenue del hilo que me ata a un hombre sin cara, de quien nada sé salvo el nombre, casi anónimo ahora, y la perdida muerte.

Asesinado Urquiza, la montonera jordanista asedió a Paraná. Una mañana entraron a caballo en la plaza y dieron la vuelta golpeándose la boca y gritando algún sapucai para hacer burla de la tropa. No se les ocurrió apoderarse de la ciudad.

Para levantar el sitio, el gobierno envió al regimiento número dos de infantería de línea. Faltaban plazas y una leva recogió algunos vagos en las tabernas y en las casas malas del Bajo. Acosta fue apresado en esa redada, entonces común.

Nada me costaría atribuirle una parroquia de Buenos Aires o un oficio determinado -peón de albañil o cuarteador- pero esa atribución haría de él un personaje literario y no el hombre que fue lo que fue. A la semana desertó del cuartel y se pasó a los montoneros.

Tal vez pensó que la disciplina entre gauchos sería menos severa que en las filas de un ejército regular. Tal vez quería desquitarse de haber sido arrastrado a la guerra. Prosiguió la campaña y un Destacamento del Dos trajo prisioneros.

Alguien reconoció al pobre Acosta. Era un desertor y un traidor. El coronel Francisco Borges, mi abuelo, firmó la sentencia de muerte con la buena caligrafía de la época. Cuatro tiradores la ejecutaron.

Yo nací treinta años después. Un vago sentimiento de culpa me ata a ese muerto. Sé que le debo una reparación, que no le llegará. Dicto esta inútil página el diecinueve de noviembre de 1985.

Y así, queridos oyentes, ustedes y yo colaboramos para liberar a Borges de aquel cargo de conciencia. Que descanse con la merecida paz de quien ha limpiado con la tinta de la pluma la sangre de la espada”.