A 40 años de la Guerra de Malvinas, si me permite, quiero contarle la historia emocionante del soldado maestro Julio Cao.
Malvinas es el espejo de nuestras miserias y nuestras grandezas. Es la cara y cruz de lo que somos. La cara que mostramos y la cruz que llevamos. Las dos caras de la moneda. El coraje y la cobardía. El héroe y el traidor. Los dictadores y los combatientes.
El 2 de abril debe ser nuestro día de luto. Nuestro día de reflexión para pensar en la patria. Pero en la verdadera patria. No en la de Galtieri, o Astiz, el lagarto cobarde que se rindió al primer amague. Las propias fuerzas armadas argentina recomendaron la pena de muerte para esos jefes despreciables.
Yo recuero a los que lucharon con dignidad. Los ex combatientes son la contracara de los terroristas de estado. Los pibes murieron por la patria y los dictadores mataron a la patria. No hay porque confundir las cosas.
Nosotros necesitamos pensar en ellos. En esos muchachos que fueron sin entrenamiento y sin el armamento necesario. En esos chicos estaqueados por robar la comida que les habían robado a ellos. En tantos colimbas que murieron sepultados en el mar con el hundimiento del Belgrano.
En esos hijos de la Argentina más humilde que, como siempre, fueron los primeros en morir. Igual que ahora. Igual que siempre. Así en la guerra como en la paz, el hilo siempre se corta por lo más delgado.
A ellos les debemos una explicación histórica. A ellos debemos pedirles perdón por la forma en que los mandaron al frente y por la forma en que los escondieron en el fondo a su regreso como si fueran delincuentes.
Ya pasaron 40 años y no puedo olvidar aquella fotografía, más negra que blanca, con los viejos fusiles FAL amontonados y cruzados como símbolo de la rendición en Malvinas. Mucho después, asocie políticamente ese momento a la capitulación que el general Mario Benjamín Menéndez firmó frente a su par británico, Jeremy Moore. Y mucho más tarde aprendí a mirar la guerra de Malvinas a través de los ojos de los héroes.
De los muchachos de carne y hueso que lucharon hasta el final. Y cómo un homenaje a los que murieron en aquellas tierras que pertenecen al pueblo argentino. Ya pasaron 40 años y hace cuatro años, volvió a mi corazón y a mi memoria el soldado maestro Julio Rubén Cao porque identificaron sus restos.
Justo ahora que hay un debate muy grande respecto del rol y del futuro de los docentes. Justo ahora que la crisis cuestiona hasta la vocación de los que levantan esa bandera de la educación pública. Pocas horas antes de que la guerra terminara, Julio murió combatiendo en el Monto Longdon. Resistió como pudo el avance de las tropas enemigas. Literalmente, le puso el pecho a las balas para proteger a sus compañeros como lo hizo desde el primer minuto que llegó a Puerto Rivero, como se bautizó primero a Puerto Argentino. Hace 40 años que Julio entregó su vida por la patria y es desgarrador recordar que ni siquiera pudo conocer a su hijita, Julia que nació un par de meses después de su muerte.
Julio Cao acarició a Julia en la panza de Clara Barrios, el día que se despidió. Delmira, la abuela de Julia y la madre de Julio casi le rogó que se quedara: “Julito, no vayas. Si no te llamaron. Tengo miedo”. Julio, el maestro, le respondió como un maestro de la patria: “No me pidas eso mamá. ¿Con que cara yo podría dar clases sobre San Martín o Belgrano si me escondo debajo del pupitre?”. Fue uno de los pocos soldados voluntarios. Fue un apoyo permanente de sus compañeros de colimba del regimiento de Infantería Motorizada de La Tablada. Siempre con la misma alegría que tenía al frente del grado en su escuela. Siempre ayudando a escribir y a leer cartas el resto de los soldados. Siempre con optimismo.
La humedad criminal de los pozos de zorro, el viento que helaba el alma, el hambre que agujereaba por dentro y los bombardeos que destruían por fuera eran solo excusas para reforzar el coraje y para seguir yendo al frente. Así era el soldado maestro Julio Rubén Cao. Solidario, guapo, así en la paz como en la guerra. En las aulas se convertía en albañil para reparar los techos, o en carpintero para arreglar los viejos bancos de escuela. Hizo un profesorado en Literatura porque amaba a Serrat. Siempre soñó con ser docente porque admiraba a Ghandi y a la paz. Antes de embarcarse a Malvinas y después de besar el ombligo de su esposa, Julio plantó un árbol en el patio de la casa de su madre. Quiso respetar aquello de tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. El libro no pudo concretarlo. Pero escribió cartas conmovedoras desde Malvinas. Una de ellas debería leerse en todos los colegios y dice así:
“A mis queridos alumnos de 3ro D:
No hemos tenido tiempo para despedirnos y eso me ha tenido preocupado muchas noches aquí en Malvinas, donde me encuentro cumpliendo mi labor de soldado: Defender la Bandera. Espero que ustedes no se preocupen mucho por mí porque muy pronto vamos a estar juntos nuevamente y vamos a cerrar los ojos y nos vamos a subir a nuestro inmenso Cóndor y le vamos a decir que nos lleve a todos al país de los cuentos que como ustedes saben queda muy cerca de las Malvinas.
Y ahora como el maestro conoce muy bien las islas no nos vamos a perder. Chicos, quiero que sepan que a las noches cuando me acuesto cierro los ojos y veo cada una de sus caritas riendo y jugando; cuando me duermo sueño que estoy con ustedes .Quiero que se pongan muy contentos porque su maestro es un soldado que los quiere y los extraña.
Ahora sólo le pido a Dios volver pronto con ustedes.
Muchos cariños de su maestro que nunca se olvida de ustedes”.
Es desgarrador comprobar que solo le pidió a Dios volver y fue lo único que no pudo lograr. Hace 40 años que comenzó aquella guerra, su hija Julia, tiene 40 años. Su madre, doña Delmira todavía lo espera aunque muy delicada del corazón herido.
Cuando Julia cumplió 9 años, viajó con su abuela a Malvinas. En el cementerio de Darwin adoptaron una tumba y le dejaron una flor y muchas lágrimas. Hoy una tumba contiene sus restos identificados y la escuela Nro 32 de Lafferrere donde daba clases con su impecable guardapolvo blanco lleva su nombre: “Soldado maestro Julio Rubén Cao”. El árbol que plantó, ya tiene 10 metros de altura. Tras un manto de neblina no los hemos de olvidar. Ni a nuestras Malvinas ni a nuestros héroes.
Las dos islas que son un solo corazón. La melancolía de la soledad y la euforia de la Gran Malvina.
Las escarapelas en el pecho sobre un guardapolvo duro de almidón tembloroso, el pelo engominado, los zapatos bien lustrados y la celeste y blanca que sube flameando segura…
Segura de que algún día dejaran ser nuestras hermanitas perdidas.
Editorial de Alfredo Leuco en Radio Mitre