Día del padre sin mi padre

1952

El domingo, será mi primer día del padre sin mi padre. Falleció rodeado del amor gigantesco de toda la familia. Pudimos abrazarlo, besarlo, venerarlo en sus últimos momentos. Mi hijo Diego, acostado en la cama a su lado, le sacó la última sonrisa con un chiste que siempre  hacían entre ellos.

Ninguna persona es la misma después de la muerte del padre. Dice Freud que esa pérdida es el acontecimiento más importante en la vida de un ser humano.

Es verdad, yo no soy la misma persona. Estoy en pleno proceso de elaboración de ese duelo y de transformación. Cambian muchas cosas. Las prioridades de la vida, por ejemplo.

Mi amigo el Zorro perdió a su viejo, el gran médico de Alcorta hace muchos años y me dice que lo recuerda todos los días. Pude ver mi amigo Jorge Fernández Díaz acelerar de golpe su carrera hacia la cima después de despedir a Marcial, el padre que tanto lo marcó. Me ayudó un concepto que me dieron con el pésame: nuestros padres dejan de estar a nuestro lado y pasan a estar adentro nuestro.

Yo también recuerdo a Mayor todos los días. Todavía no le prendo velas ni rezo plegarias, pero pronto lo voy a hacer. Tengo que aprender. La imagen más recurrente es una foto luminosa de su cara alegre que elegimos para colocar sobre su tumba. Un rayo de sol golpea sobre sus lentes y eso produce un efecto celestial.

Fue un gran hijo, un gran padre y un gran abuelo. Pocas palabras y mucho ejemplo. Fuimos, somos y seremos, continuidad en la sangre. El fue la sangre de Samuel y Diego es mi sangre en pleno crecimiento y desarrollo. Pocas cadenas deben ser tan poderosas e indestructibles como esa.  

Es blindada. Irrompible. No me entra en la cabeza que existan hijos peleados con padres y viceversa. No sabría cómo vivir sin ese combustible y ese afecto. Me estremezco de solo pensar en ellos. En mi viejo y en mi hijo. En sentirme un eslabón entre ambos. En haber experimentado en el cuerpo el paso de los años y los distintos roles que la vida nos va dando. Recuerdo mis peleas de rebeldía con quien soñaba tener un hijo farmacéutico, formal y cortés y le salió un vago militante que hizo del Bar Mitzvá solo por respeto hacia él y que no se casó con una chica judía.

Hasta hace poco le seguía pidiendo consejos a mi viejo, pero hubo un momento en que él me los empezó a pedir a mí. Cuando comprobó que yo me podía ganar la vida con honradez y compromiso, creo, que me dio el título de hombre y pasó a darle más valor a mi palabra que a la suya. Esa transición es impresionante y cada vez se hace con una edad más temprana. Yo hoy tomo las decisiones más importantes de mi vida profesional pero en muchos casos le pido la opinión a Diego y suelen ser de una madura sensatez que me asusta.

Una vez que pasamos tres días juntos con mi viejo y mi vieja, jugamos en la pileta del hotel de Carlos Paz como cuando yo era chico y él me ensañaba a nadar. Jamás en mi vida olvidaré esa sonrisa cuando salió del agua después de haber nadado con estilo y velocidad. Hablamos de todo. Una noche en la cabaña me preguntó ante mi asombro: “¿Qué es el twitter?”. Es que nada de lo humano le resulta ajeno. Era curioso, inteligente, siempre quería saber y aprender más. Y a la noche me contó otra vez esa historia de cuando uno de sus hermanos por huir de los nazis se tiró a un río maldito y polaco y nunca más apareció. Lloramos los tres. Los Lewkowicz somos flojos de lágrimas. Y lo digo con orgullo. El que no sabe llorar no sabe reir. Y yo aprendí a su lado ambas cosas. A gritar juntos un gol y a reírnos de los gorritos de Talleres bailando en nuestras cabezas. La foto que más quiero es la que nos sacamos las tres generaciones en la cancha de Talleres con el mismo gorrito tejido azul y blanco.

 Y también aprendí a quebrarnos hasta el desgarro del alma cuando viajamos en el tiempo hasta ese día cruel y ateo en el que mi zeide, su viejo, el fortachón y rudo campesino y panadero murió en plena calle cordobesa con su cabeza golpeando contra el cordón de la vereda. Quiso laburar hasta el último aliento y lo hizo. Tampoco olvidaré jamás su cara desencajada que no podía parar de lamentarse por semejante tragedia. Recién ahora me doy cuenta que el zeide murió tan joven. En esa época yo era chico y el zeide me parecía viejito. Es lo que estoy tratando de explicar desde el principio. Como cambia la perspectiva a medida que pasan los años en la relación padre e hijo que es una de las más maravillosas y profundas que existen en la vida. Lo único que no cambia es el pedido, casi el ruego: “Cuidate mucho por favor”. Siempre me lo decía Mayor y siempre se lo digo a Diego. Cuando uno es pibe se deja proteger por su viejo. Y cuando uno es padre, protege a su hijo. Pero cuando supera los 50 y se acerca a los 60 aparece una dicha milagrosa, la posibilidad de cuidar y proteger a los dos, a mi padre y a mi hijo. Pude disfrutar ambos privilegios. Ahora seguiré cuidando a mi viejo, desde el corazón y sus enseñanzas.

Pruebe este domingo algo que le recomiendo desde el alma. Sin que su padre se de cuenta, sígalo profundamente con la mirada. Atenta y minuciosamente. Descubra en sus arrugas las arrugas que a usted le van creciendo. En esas canas, sus propia canas. Descubra todos los gestos que usted heredó. ¿No me diga que tienen la misma forma de caminar? ¿Vió, que le dije? ¿Cómo le decía su madre en aquella vieja casa de la infancia? ¿Cómo le decía? Nene, vos sos igual a tu padre!!! Le recomiendo que repita la operación mirada profunda con su hijo. Abra los ojos hasta el cerebro, abra los poros, déjese invadir por ese aroma maravilloso que viene de la cocina. Reconozca que el pibe es ansioso porque usted lo es. Que cuenta las cosas con pasión porque lo aprendió de chico. Descubra en su hijo esa mirada húmeda y esa sonrisa que tiene tanto de usted y de su padre. Y del padre de su padre.

Este domingo es ideal para practicar esto que le digo. Pregúntele a su padre y a su hijo como ándan y tomese todo el tiempo para escucharlos. Hagan un campeonato de chistes mientras esperan el almuerzo familiar. Saquele el cuero a las mujeres empezando por su propia madre y después abrácela y dele un beso en la mejilla, un beso que haga mucho ruido y que contagie. Confiese que la quiere mucho. Y si puede cante, cante con su hijo y con su padre y con toda la familia. Cante por la alegría y por la esperanza. Cante para no llorar o cante y llore si quiere. Pero viva este domingo con toda la intensidad que pueda. No cuesta un peso y vale oro.

 Esa entrega que hace que uno sea capaz de dar la vida por los hijos es el acero más resistente que conozco. Es invencible. Por eso Samuel que era de menos palabras todavía que Mayor sorprendió el día que le entregó todo lo que tenía simplemente porque mi viejo lo necesitaba. “La casa es tuya, hace lo que quieras”. Eso fue todo lo que le dijo. Mi viejo la hipotecó para comprar la farmacia y concretar el sueño. Samuel había dejado la espalda quebrada y las manos callosas para levantar esa casa. Esa generosidad, ese sacrificio, esa honradez, esa apuesta a no arrodillarse ante nadie pero tampoco a hacer arrodillar a nadie es lo mejor que me pasó en la vida. En esos valores me formé y esos valores transmito. La ética es también una forma de egoísmo. Porque nos hace bien a nosotros. Nos permite dormir en paz. Nos permite sentir orgullo por lo que hacemos y por lo que somos. Durante mucho tiempo fui el hijo de Mayor. En cierto momento me di cuenta que algunos pasaron a decir que Mayor era el padre de Leuco. Por suerte, kenore, diría la Esther, de a poco están empezando a decir que soy el padre de Diego. Baruj Ashem. ¿Qué más le puedo pedir a la vida?

Editorial de Alfredo Leuco en Radio MItre