La polio lo atacó a traición y no pudo caminar nunca más. A los 37 tuvo un infarto. Pero nada le impidió llegar al final de la ruta más alta del mundo y ayudar con su fundación a que otras personas adquieran la movilidad que él pudo alcanzar.
“Maggi es un guaso que no tiene límites”. Eso dicen los cordobeses. Ahora está entrenando para viajar en una nave espacial. Y eso que acaba de tocar el cielo con las manos porque cumplió con su promesa de entregar 1.000 bicicletas adaptadas a 1.000 chicos que tenían alguna dificultad para caminar.
Había que ver, esa asamblea de sillas de ruedas, bastones, muletas y sonrisas. En el estadio Kempes, los más solidarios salieron campeones. Dieron la vuelta olímpica por la pista de atletismo los tres camiones inmensos con esas bicis que son un canto a la vida y la libertad.
A Juan Ignacio, al que le dicen Jean, la vida lo castigó duramente y varias veces desde que era un chico. La polio, esa maldita enfermedad lo atacó a traición. Recién estaba aprendiendo a caminar y no pudo caminar más. Se paralizó su cuerpo de la cintura para abajo. A los 37 años, Juan tuvo un infarto terrible. Pero luego, descubrió que su voluntad y esfuerzo podía convertirlo en un deportista de alta competencia. Y lo logró. A la edad en que muchos se retiran, él comenzó a entrenar con una dedicación impresionante. Y aunque usted no lo crea, ese chico que apenas andaba con muletas fue representante argentino en los Juegos Paralímpicos, cruzó la Cordillera de los Andes y como si esto fuera poco, logró la hazaña de trepar al Himalaya. Aquel día de gloria, Juan Ignacio llegó a la cima de sus sueños. Nunca se rindió. Es un ejemplo, un espejo que nos puede ayudar cuando sentimos que todo está perdido. Nos puede confirmar que no hay que darse por vencido ni aún vencido.
Juan Ignacio es cordobés e hincha de Talleres. Eso solo lo hace bueno hasta que se demuestre lo contrario. Más allá de esta broma, lo cierto es que el peor insulto que uno puede decirle es “No se puede”. Toda su vida se dedicó a demostrarle al mundo y a sí mismo, que “si se puede”. Nunca soportó que alguien le tuviera lástima. Era una puñalada por la espalda cuando lo miraban desplazarse con sus muletas y esas corazas de cuero alrededor de sus piernas y decían: “pobrecito”. La pasó muy mal hasta los 37 años. Se sentía preso de su cuerpo y de su discapacidad motriz. Si mi cuerpo no sirve para que lo voy a cuidar. Eso decía en silencio. Después, cuando salió del infarto reconoció que la polio le había tocado por mala suerte o por el destino, pero que al infarto se lo había buscado. Pasaba 12 horas trabajando en un escritorio, fumaba 2 paquetes de cigarrillos por día y la comida chatarra era una constante. A eso hay que sumarle la mala sangre. Se castigaba a si mismo preguntando: “Porque me tocó esto a mí”. Fue la crónica de una tragedia anunciada: infarto.
Tenía 37 años y resolvió salir adelante. Ponerse de pié en todo el sentido de la palabra. Dar batalla. Empezó a entrenar. A hacer fierros, gimnasia de todo tipo. Tenía las piernas flaquitas de un grillo, los brazos musculosos como un toro y un corazón de acero. El deporte le empezó a multiplicar la esperanza. Le dio alegría, ganas de competir y de superarse. Le abrió un camino y un futuro. Le puso motor a su pasión. Hay una foto en la que se lo vé clavando sus muletas o bastones en la arena y pone su cuerpo en forma paralela al piso. Una ostentación de poderosos bíceps y abdominales. Hizo de todo. Básquet, natación, equitación y tenis hasta que un día se subió a una bicicleta adaptada y encontró el movimiento autónomo. Podía desplazarse a donde quisiera por sus propios medios. Es una bici que se impulsa con las manos. El va sentado, sus pies están quietos y apoyados y pedalea con las manos, por decirlo de alguna manera. Y las cosas cambiaron.
Juan Ignacio fue siempre para adelante. Participó de varias maratones. La de Nueva York que pasa por el Central Park y la de la ciudad de Roma son las más conocidas y las más emocionantes. Pero nunca se quedó quieto. Ya había estado quieto demasiado tiempo. Siempre va por más. Se anotó en un Ironman y dejó a medio mundo con la boca abierta. Nadó casi 2 kilómetros, en bicicleta recorrió 90 kilómetros y cuando estaba exhausto, se subió a una silla de ruedas y completó los 21 kilómetros mientras el resto de los atletas lo hacían corriendo a su lado. Fue una epopeya del cuerpo y de la mente.
Pero eso no le alcanzó a Juan Ignacio. Se propuso ir a la Cordillera y en el Valle de las Lágrimas recordó la Tragedia de los Andes, y los ejemplos de resiliencia que había contado, Carlos Páez Vilaró, uno de los sobrevivientes.
Su última locura fue animarse al Himalaya. Es la cordillera más alta del planeta. La cumbre del monte Everest está a 8.848 metros de altura. El cordón montañoso atraviesa varios países asiáticos como Bután, Nepal, China, India y Pakistán. Y allá fue. El nenito cordobés que había atacado la polio, iba rumbo a la cima de sus sueños. El que tenía paralizado su cuerpo de la cintura para abajo, el de las piernitas de grillo, se preparó como corresponde y pudo escalar. Once días pedaleando con la respiración complicada por la altura. Once días sin bañarse. Once días durmiendo en una carpa en medio del hielo, las piedras, los precipicios y los vientos terribles. Un día se descompensó y le tuvieron que suministrar oxígeno. Pero llegó. Lo logró.
Su cara era la síntesis de la felicidad. La satisfacción del deber cumplido. De la lona, del infierno de la depresión llegó muy cerca del cielo. Lo más cerca del cielo que se puede llegar sin despegar de la tierra.