Andahazi: “La amistad según los lados de la grieta”

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Los argentinos estamos atravesando un momento crucial, dramático y excepcional, aunque, ante la extensión indefinida, la excepción tiende a convertirse en regla.

La pandemia provocó un monumental golpe sanitario y económico a nivel global, pero el desatino permanente del gobierno hizo que en nuestro país la crisis sea más profunda que en el resto del mundo.

Cuando el presidente Fernández se jactaba de optar por la vida en desmedro de la economía, muchos señalamos que esa postura maniquea, demagógica y falaz nos iba a conducir al desastre. Y el desastre es mucho peor de lo que imaginamos.

En el primer semestre contamos con más del 40% de argentinos en situación de pobreza, pero el número asciende a 47% si ponemos el foco en el segundo trimestre.

Es difícil comprender el empeño que ponen nuestros gobernantes en hacer rodar a la Argentina barranca abajo. Cuando Quino nos hizo conocer a Mafalda en el año ’64 la pobreza argentina era la más baja de la región con un 4%.

Ayer murió Quino y el Indec nos abofeteó con los números del desastre: de la Argentina de Mafalda a la Argentina de Cristina, la pobreza creció un mil por ciento.

Cuando todo parece zozobra, cuando tenemos un presidente que no resiste el mínimo archivo porque desconoce el valor de la palabra, yo quiero poner de relieve el contraste entre el pasado y el presente, entre los sueños fundacionales y las pesadillas actuales. Y dónde quedó el valor de la palabra.

José de San Martín no sólo fue el hombre público que todos conocemos. En su vida privada también supo ejercer el valor de las palabras a través de la amistad.
Alejandro María Aguado fue uno de sus más fieles amigos. Es apasionante examinar el vínculo que los unió.

Alejandro María de Aguado, marqués de las Marismas de Guadalquivir nació en Sevilla en 1784 en una familia muy rica. Recibió formación militar y conoció a San Martín en el campo de batalla cuando ambos eran muy jóvenes y peleaban para la Corona española.

Compartieron momentos dramáticos durante el bloqueo del Campo de Gibraltar y más tarde en las luchas contra las tropas napoleónicas, en las que San Martín se destacó.

Luego, claro, la vida los separó. San Martín decidió que su destino estaba en la libertad de su tierra y Aguado se retiró de la carrera militar para continuar con muchísimo éxito en sus actividades como banquero y comerciante.

San Martín volvió a la Argentina, que aún no se llamaba así sino que era parte del Virreinato del Río de la Plata. En esos días, Alejandro María se instaló en Francia.

Imaginemos el escenario histórico. Ambos amigos lucharon contra Napoleón cuando eran jóvenes. Años después, durante la Independencia, San Martín se enfrentó al ejército español en el que se había formado y para el cual había servido.

Aguado se había hecho rico en París y desde su función de banquero y hombre de finanzas, dio un enorme apoyo a la Corona española que para 1830 sufría una crisis de proporciones.

Consiguió dinero de otras coronas para que su país recibiera préstamos, renegoció las deudas contraídas por España e hizo todo lo posible para sostener al hasta hacía poco tiempo poderoso reino español de Fernando VII.

Tanto, que en agradecimiento, el llamado “Rey Deseado” nombró a Aguado Marqués de las Marismas de Guadalquivir. Es decir, mientras San Martín luchaba contra España, Aguado la defendía. ¿Alguien puede imaginar una grieta más profunda que la que separa a los bandos de una guerra?

Sin embargo, la amistad estaba por encima de aquella lucha encarnizada. En 1830 San Martín se exilió en Francia dolido por el derrotero de la patria que había defendido con su sangre.

Quiso el destino que se encontrara con Aguado, para entonces uno de los hombres más ricos de Europa: gozaba de fortuna, prestigio y poder. Apasionado por el arte, era dueño de una colección que todavía hoy se exhibe al público.

El encuentro fue emocionante para ambos. La vida los había llevado por los caminos más distantes y ahora los reunía en Francia donde ambos encontraron una tierra para terminar los últimos años.

No bien lo vio, Aguado supo que su amigo seguía siendo el de siempre. San Martín no le pidió nada, pero el español entendió todo: el militar heroico que liberó medio continente no tenía para comer.

Entonces Aguado nombró a San Martín albacea testamentario y tutor de sus hijos cuando supo que la muerte se le acercaba. ¿Quién mejor que ese hombre íntegro, ese amigo noble para asumir esa responsabilidad?

Aguado murió en 1842, la fortuna que dejó era inmensa: obras de arte, campos, minas, propiedades, antigüedades valiosísimas. San Martín resolvió la ejecución del testamento con lealtad. En retribución, Aguado le había legado sus alhajas y condecoraciones.

San Martín sentía una enorme gratitud con su amigo. A propósito, encontré una carta que le escribió al General Miller que demuestra la estatura del héroe.

Escribió San Martín en 1842: “Mi suerte se halla mejorada, y esta mejora es debida al amigo que acabo de perder, al señor Aguado, el que, aún después de su muerte, ha querido demostrarme los sentimientos de la sincera amistad que me profesaba, poniéndome a cubierto de la indigencia”.

Alejandro María de Aguado no permitió que aquel hombre que había luchado para el ejército enemigo, del otro lado de la grieta, terminara en la miseria. Pero no pudo evitar que muriera en el olvido y en el frío helado de la ingratitud de sus compatriotas que, ironías del lenguaje, estaban del mismo lado de la grieta.