Maradona, a dos años

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Hoy se cumplen dos años de la muerte de Diego Maradona. Podría mirar para otro lado y hablar solamente del Diego y su magia futbolística, del Dios de los estadios. Sería menos conflictivo. Porque como jugador, nadie lo discute. Pero no me gusta esa actitud demagógica de decir lo que conviene. Creo que en todas las noticias hay enseñanzas. En la vida y la muerte de muchos ídolos hay material para rescatar en los valores y para rechazar en los delitos.

A dos años de la triste muerte de Maradona, me parece injusto profesionalmente recordarlo solamente por su costado angelical y ocultar su parte oscura. Porque Maradona fue ambas cosas. Su vida fue construida y destruida entre Dios y el diablo. Una cosa no quita la otra. Ambas caras de la moneda son ciertas. Dolorosamente ciertas.

A este tipo de cosas me refiero cuando hablo de la parte diabólica de Maradona.

Y al oportunismo político de hacer negocio millonarios con la dictadura chavista y Nicolás Maduro.

Pero también comprendo la otra mitad de su vida.

Ese señor que murió a los 60 años, construyó en 10 segundos y 89 centésimos la máxima obra de arte deportiva de la historia argentina. Ese señor de la lengua pesada, la herida en la cabeza y los ojos achinados por la gordura de su cara, dio cátedra de tango bailando sobre una pelota y frente a los ingleses, nada menos. Inventó todo frente a quienes dicen ser los inventores del fútbol. El estadio azteca se puso de pie cuando vio edificar el gol más golazo de todos los tiempos.

Ya había puesto la mano de Dios y la trampa del Diablo, para el uno a cero. Y después vino el pie alado. La zurda milagrosa que todo lo que toca lo convierte en fiesta. Eran los cuartos de final. Era Inglaterra-Argentina, muy cerca de Malvinas, aunque parezca mentira. Había más adrenalina, nervios y esperanza que en cien clásicos de Boca y River. Era la revancha de los pibes, aunque suene a delirio. Ese señor que saca su pecho potente y prepotente aún frente a la muerte, hace dos años, fue derrotado para toda la vida. Ese señor fue un ingeniero de magias que diseñó una de las emociones más fuertes de los argentinos y que instauró el 22 de junio como el día nacional de la fantasía.

Ese señor que lamentablemente tenía el sí fácil para la droga y era adicto a los vividores que siempre revolotearon a su lado como caranchos, adentro del campo de juego, era todopoderoso, jugaba para la felicidad de todos. No había nada imposible para su cintura y su empeine. Era capaz de todos los milagros. Por ejemplo, de repartir la magia redonda y de cuero, como quien reparte un juguete el día de Navidad. Con sus genialidades y coraje para ponerse el equipo al hombro y también con sus miserias y oportunismo, Maradona tiene mucho de nosotros. Nació en Fiorito y no podría haber nacido en otro lado. Tenía nuestras luces y nuestras oscuridades.

No conozco un argentino que haya empezado de tan abajo y que haya llegado tan arriba y que volvió a caer tan abajo. Dio montañas de felicidad a sus semejantes y también hizo mucho daño. Es cierto que en “ese” cuesta abajo en su rodada, se llevó puesta la otrora relación maravillosa que tenía con sus hijas o con “La Claudia”. O que sus posiciones políticas son para la crítica, cosa que hice varias veces y con mucha enjundia.

Fue el artista de la gambeta celeste y blanca. Hace mucho que no había que pedirle nada más. Los que lo rodearon siempre debieron darle en lugar de pedirle. Darle contención, ayuda desinteresada, poner el hombro para que Diego pudiese llorar y exorcizar todos sus arrepentimientos.

Ese señor que vivió en los mejores hoteles y en los palacios más alucinantes sintió el ruido del hambre en la panza y juró por Villa Fiorito que iba a zafar con la ayuda de la pelota que no se mancha.

Pero el no pudo mantenerse limpio. La pelota no se manchó, es cierto. Pero lo que se manchó fue su pronturario.

 Se hizo millonario, campeón del mundo y dueño por los siglos de los siglos de la camiseta número diez de Argentina. Se hizo patrimonio nacional futbolero, con la sangre celeste y blanca corriendo por sus venas. No arrugó nunca en ningún partido. Era capaz de putear a los que puteaban el himno y arengar a sus compañeros.

Maradona se cansó de escribirle cartas a los reyes magos que no le daban ni pelota. Y él quería una pelota. Su viejo, El Toro, ferroviario y tímido, le enseñó a pescar y a hacer los mejores asados. Su madre, doña Tota, lo miraba como quien mira solo la ternura del ser humano. Maradona, allá arriba, comenzó a reencontrarse con esos afectos genuinos e incondicionales. Sus raíces fundacionales lo estarán esperando en las alturas. Don Diego con un mate caliente y doña Tota con un saquito tejido por ella. Los tres fabricarán lágrimas en un abrazo eterno.

Ese señor tiene un trono permanente en Nápoles. Es el símbolo que fue vengador de tantas desigualdades y de tanto mirar por encima del hombro de Milán a esa Italia tan profunda, tan lejos de Dios y tan cerca de África.

Por eso Fiorito y Nápoles son su tierra, de nacimiento y de renacimiento, su lugar en el mundo. En los altares de las iglesias, entre la ropa colgada en las ventanas, Diego está sentado a la derecha de San Genaro. Por eso en Nápoles y en Argentina, miles de chicos se llaman Diego. Había que ver la cara de los chicos del mundo cuando Maradona hacía jueguito con una pelota de tenis, de ping pong y hasta con una chapita de cerveza.

Ese señor que será eterno como dijo Messi, no tenía las monedas necesarias para tomar el colectivo que lo llevaba a probarse en Argentinos Juniors, donde nació la gloria y la leyenda. No tenía un peso partido al medio. No conocía ni el dulce de batata ni la manteca, como me dijo una vez delante de Jorge Cyterszpiller, el que lo invitaba a merendar todas las tardes en su casa de La Paternal.

Ese señor se calzaba las zapatillas flecha hasta que se desflecaban en la canchita de tierra donde aprendió todos sus trucos.

Cada vez que daba gracias al señor por el pan de su mesa, recordaba que el primer sueldo se lo gastó entero para invitar a comer a su mítica madre. Llevó a doña Tota al restaurante “La Rumba”. Es que tenía dos sueños permanentes: jugar en la selección y llevar a comer a un lugar cajetilla a su vieja del alma. Juntos miraban esa pizzería bacana desde la ventanilla del colectivo mientras pasaban los adoquines de Pompeya y más allá la inundación.

Ese señor que mira a la cámara y grita gol con un alarido de sus entrañas se llama Maradona y es argentino por los cuatro costados. Su fútbol nos identificará por siempre. Nos pondrá la marca en el orillo. Artístico y engañador. Sublime y tramposo. Te doy, pero te quito. Voy para allá, pero salgo por acá. Te deslumbro. Te enamoro pero te miento. Un corte y una quebrada.

Ese señor fue capaz de llenar cientos de bomboneras y monumentales. Diego Maradona fue el quinto hijo de los ocho de un obrero que nació en una Esquina de Corrientes sin Esmeralda. Llegó al mundo con una pelota debajo del brazo. Su padre le lustraba los botines cuando era cebollita y él sacaba apenas la lengua, llenaba de aire su pecho y salía por el pasto a despatarrar gigantes defensores y a hacerles pasar papelones de padre y señor nuestro.

 A dos años, todavía nos resulta increíble que Maradona haya muerto. Su cuerpo privilegiado aguantaba todos los bombazos que el mismo le tiraba. Hace 40 años aspiró cocaína por primera vez para hacerse el cancherito y para aguantarse ser Maradona todo el tiempo y en todo lugar. Hoy el mundo lo recuerda y nosotros también. Pero no ocultamos a ninguno. Recordamos a los dos Maradonas que convivieron en el cuerpo de Diego. Al que está en el cielo y al que cayó en su propio infierno.

Editorial de Alfredo Leuco en Radio Mitre